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Laurie Anderson atraviesa distintos momentos de la vida como secuencias del destino. Su voz registra las transformaciones de los afectos, del corazón y de los seres queridos. Lo que reconoce es que en toda pérdida algo se recupera y que aquello que se recupera mantiene una forma indescifrable para nosotros que tardamos mucho tiempo en leer: “Estoy parada en la habitación donde ella se estaba muriendo. / Y ella habla con una voz nueva, aguda, una voz que nunca / antes había escuchado. “¿Por qué hay tantos animales en el / techo?” dice. ¿Cuáles son las últimas palabras que decimos en / nuestra vida? ¿Qué es lo último que decís antes de convertirte en tierra? / Cuando murió mi madre, estaba hablando con los / animales que se habían reunido en el techo. Les habló con / dulzura. ‘Ustedes los animales’ dijo. Sus últimas palabras, / todas dispersas”. Desde este lugar la autora nos recuerda que para las religiones del mundo todo es uno y que las partes de la realidad por sí solas no significan nada.
Lo que desaparece en algún momento volverá a aparecer, pero bajo una forma desconocida: “De chica yo era una especie de adoradora del cielo. Era / el medio del oeste, y el cielo era tan inmenso, era casi todo / el mundo. Yo sabía que había venido de ahí y que, algún día, / iba a volver. / ¿Para qué son los días? Para despertarnos, para / ponerlos entre noches sin fin. ¿Para qué son las noches? Para / atravesar el tiempo hacia otro mundo”. El universo nocturno es un portal de ingreso al más allá que resuena una y otra vez en el más acá. Puede que cualquier experiencia sea formativa y que siempre estemos en un proceso de aprendizaje que implique narrarnos desde un lugar nuevo en el mundo, como si estuviéramos destinados a vagar debajo de las constelaciones de un destino errante y arbitrario en el que lo que necesitamos aprender por momentos resulta inaccesible.
Y la poesía tiene la necesidad de materializar esas inquietudes y de recordarnos como seres sensibles en nuestros límites, en nuestras faltas y en nuestras carencias: “No te vas solo de este mundo. Al principio no te das cuenta / de que estás muerto y seguís haciendo las cosas que hacías, / buscando las cosas que perdiste, tu mente desbordada por / los recuerdos y los planes. ¿Qué soy? ¿Qué soy?”. El orden metafísico de la realidad dialoga con la materia de los días. No hay distinción entre espíritu y mente sino que, por el contrario, hablamos de una unidad que desciende por un camino personal e íntimo. Lo que yo aprendo es diferente de lo que aprenden los otros, más allá de que la ausencia esté presente en todos los casos: “Y me llevó tiempo entenderlo, porque la muerte casi / siempre se trata de culpa o remordimientos. ‘¿Por qué / no la llamé? ¿Por qué no dije eso?’. Se trata más de vos que de la persona que murió. Pero finalmente lo vi. La conexión entre el amor y la muerte. Y que el propósito de la muerte es liberar el amor”. La escritura es una sucesión de instantes concentrados en el ahora sin perder de vista el pasado o el futuro. La continuidad está dada por la necesidad de ocupar el centro de uno mismo, una zona borrosa que recupera lo ya vivido por fragmentos. Leyendo a Anderson viene a la mente algo que dijo una vez David Foster Wallace: toda historia de amor es una historia de fantasmas. Digamos, figuras abstractas y sensibles que retornan para recordarnos quiénes somos en una época en que el vacío en estado puro es una recurrencia, el movimiento repetido de buscar afuera aquello que ya no tenemos y sin embargo no podemos dejar atrás.
Laurie Anderson, El corazón de un perro, traducción de Patricio Grinberg, Bikini Ninja, 2018, 130 págs.
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