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Que un libro olvidado reciba una segunda oportunidad es un acontecimiento más común de lo que se cree. Cada tanto una editorial sondea el limbo y rescata una joya que titilaba fuera de catálogo. La crítica arma revuelo, el libro logra el reconocimiento negado originalmente y recién entonces empieza el viaje que lo fijará en un lugar primordial o subsidiario del canon. Le pasó a Melville. Les pasó también a Sándor Márai y a Lucia Berlin, ejemplos más recientes y terrenales de esta tendencia a redescubrir. Casi una gimnasia en sí misma: no sólo se lee, sino que se recobra. El nuevo lector digiere el libro reivindicado como si estuviera poniendo las cosas en su lugar, oficiando de juez más ecuánime que el lector del pasado, sin reparar en que hoy es el tiempo de producción de mucha obra que verá pasar décadas antes de ser redimida. La justicia literaria, como la convencional, suele llegar un poco tarde.
Si nos guiamos por los últimos años —Stoner, de John Williams, viene a la mente—, la obra resucitada ya no tiene por qué ser revolucionaria en el nivel formal. Alcanza con que esté bien escrita e invoque las emociones correctas. Tal es el caso de El nadador en el mar secreto, novela corta con la que el estadounidense William Kotzwinkle expió una experiencia traumática y personal.
Para ganarse una admiración duradera, la obra de Kotzwinkle necesitó en realidad de tres oportunidades. Inició su periplo en 1975, en las páginas de una revista norteamericana, publicación que movilizó un aluvión de cartas de lectores y la obtención de un National Magazine Award, entre otros triunfos que no impidieron el ostracismo posterior. El silencio editorial se mantuvo hasta 2010, cuando el sello inglés Five Leaves apostó por relanzarla. Hubo una reseña muy favorable en el Times, pero otra vez la llama se apagó demasiado rápido. Tuvieron que desfilar dos años más para que un párrafo azaroso en Operación Dulce (2012), novela del popular Ian McEwan, propiciara el golpe de suerte: dos personajes discuten sobre literatura y sólo coinciden en su gusto por El nadador en el mar secreto, que consideran un libro sabio. De pronto Five Leaves empezó a recibir pedidos a granel y el nombre de Kotzwinkle emergió al mundo de la lectura masiva y las traducciones a otros idiomas.
Sobre la trama quizás sea mejor no decir mucho, apenas que tiene lugar en medio de un parto difícil. La reticencia a la sinopsis no responde a una medida contra spoilers, sino más bien a que casi todo en El nadador en el mar secreto es acción. Revelar su contenido sería, entonces, repetirlo y menoscabarlo. Los personajes de Kotzwinkle —Laski, su mujer Diana— corporizan procedimientos; son estrictamente lo que hacen. Hay entresijos para que alguna reflexión se cuele entre las descripciones, pero se trata de momentos puntuales, que fortalecen la cualidad empática que despliegan las escenas. La tristeza se instala y recusa el desborde. En manos de otro prosista, el final de la novela quizás hubiera ingresado en una zona de truculencia gótica que habría desmerecido tanta desolación acumulada.
Más allá del buceo en lo escabroso, el núcleo de El nadador en el mar secreto es una meditación sobre el dolor y la necesidad de aceptarlo. No hay espacio para la rebeldía, menos aún para la histeria. Guionista cinematográfico, autor de libros infantiles y novelas fantásticas, Kotzwinkle halló en su tragedia una intemperie tanto estilística como vivencial que no puede ser ignorada, y de la que nadie está a salvo.
William Kotzwinkle, El nadador en el mar secreto, traducción de Caterina Gostisa, China Editora, 2019, 88 págs.
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