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En la pequeña localidad francesa de Firminy, ubicada cuarenta kilómetros al suroeste de Lyon, Le Corbusier desarrolló dos planes urbanísticos: el primero, en 1958, y el segundo, en 1962. Esos planes, que en 2016 fueron reconocidos como patrimonio mundial por la Unesco, incluyen un centro cívico, una casa de cultura, un complejo de viviendas, un estadio municipal, una iglesia y una pileta de natación que Le Corbusier, que murió en 1965, no llegó a diseñar.
La pileta —construida, finalmente, entre 1965 y 1968— fue diseñada por André Wogenscky, un arquitecto francés que, para su diseño, tomó como base el Modulor, un sistema de medidas que él mismo había desarrollado junto con Le Corbusier y que, al estilo de Leonardo da Vinci en cuanto a la búsqueda de una relación entre la antropometría y el entorno, tiene como centro el cuerpo humano y el número áureo.
En esa pileta, de un largo corredor curvo, ojos de buey ocultos, una singular balaustrada de colores primarios y tres trampolines, Irma Pelatan (Francia, 1975) aprendió a nadar y nadó, regularmente, tres veces por semana, entre los cuatro y los dieciocho años. De esa experiencia, de aquellos años, deja constancia en El olor a cloro, un libro editado por Gog & Magog que nos llega, en español, en traducción de Julia Azaretto.
El olor a cloro es un libro conformado por capítulos breves, como pequeñas entradas de diario, en el cual asistimos a una suerte de poética del agua. El territorio de lo sin objeto, de la flotación, es parcelado, no sin cierta violencia, por la jerarquía que imponen los andariveles, mientras que las expectativas del padre y el cronómetro se presentan como las dos figuras principales de la Ley. En ese contexto, El olor a cloro pinta un mundo en el cual los nadadores, como Irma, miran por encima del hombro a los meros bañistas (“sentíamos cierto desprecio por ese mundo paralelo, ese mundo sin orden, sin esfuerzo, puro placer instantáneo”) a la vez que la temporada de pileta, durante el año, presagia, de alguna manera, las vacaciones de verano, en familia, a orillas del Mediterráneo.
Mientras que en los vestuarios aflora el pudor que generan las primeras exhibiciones del propio cuerpo desnudo, Irma crece y el mundo cambia: se ponen de moda las gorras de silicona y las antiparras espejadas, y alguien, en el club, en el círculo de amigos, comienza a hablar de Le Pen. Por ese entonces, Irma comienza a entender el acto de nadar como una cuestión de ritmo que habilita un espacio mental en el que hay lugar para una voz (su voz), a la vez que comienza a descubrir que su cuerpo, misterioso y proteico, es algo que no puede controlar del todo (“Mi cuerpo no está en mi poder. Yo no soy el centro de mi cuerpo. Y no sé bien qué hacer con esta especie de disociación”).
Con la aparición del vello púbico y la llegada de la primera menstruación, el cuerpo de niña comienza a convertirse en un cuerpo de mujer. Crecen las tetas y las caderas se ensanchan, lo habitual, pero también, en su caso, el de Irma, ya adulta, otra cosa: el cuerpo se vuelve excesivo. Concretamente: obeso. En aquello, que se cuenta como al pasar, hay un efecto que resulta interesante: el testimonio del cuerpo que, al excederse, se aparta de la norma, en contraste con la antropometría áurea del Modulor de Le Corbusier y Wogenscky, que acecha desde la arquitectura del lugar en el cual se desarrolla el relato, genera una sensación de extraña tensión.
En ese sentido, El olor a cloro contrasta al cuerpo ideal —matemático, de diseño— con el cuerpo real, haciendo hincapié en este último: el foco del relato, en definitiva, está puesto en un cuerpo singular, que no es otro que el de Irma. Un cuerpo que, transcurrido cierto tiempo, superadas ciertas instancias, se encuentra listo (apto) para saltar. “Suspendida en el trampolín de arriba veo toda la pileta, las largas líneas negras del fondo de la pileta y el agua tan azul, plenamente viva en el acuario de cemento. Retengo la respiración, despego los talones y, en la punta de los dedos, de forma eléctrica siento doscientos ojos clavados en mí”.
Un cuerpo listo para dar un salto que tiene la particularidad de ser tan literal como metafórico. Desde el trampolín principal, el más alto, Irma junta coraje, da un paso adelante, al vacío, y se zambulle en una zona profunda y peligrosa. Y asume ese riesgo doblemente. Lo asumió, en su momento, en primera instancia, adolescente, con el cuerpo, y lo vuelve a asumir más tarde, ahora, adulta, a partir de la escritura (que, en este caso, es sinónimo de memoria). De ese modo, promediando el libro, Irma evoca aquel salto, lo revive (vuelve a saltar) y se sumerge en una zona en la cual resurge un hecho oscuro, sucedido tiempo atrás.
El salto la enfrenta nuevamente, desde el recuerdo, a un acontecimiento traumático que fue vivido en dolorosa soledad (“Y nadie, nunca, quiso entender los dolores de estómago, el insomnio, nadie intentó volver a incluirme en la fiesta de la familia”), un acontecimiento escabroso, del que no se habla más que de un modo alusivo, que parece haber dejado una huella indeleble, y que —tal como apunta, sentida, Irma, en una línea tan bella como dramática— “ni el triste y vital recurso del olvido permite que la garganta se haya vuelto a cerrar del todo”.
Irma Pelatan, El olor a cloro, traducción de Julia Azaretto, Gog & Magog, 2022, 120 págs.
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