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Después de la muerte de John Cheever, en 1982, su familia intentó evitar la publicación de los cuentos de su juventud considerados “experimentales”, por temor a que perjudicaran su reputación. Sin embargo, una retrospectiva como Fall River, la colección de trece relatos escritos entre los diecinueve y los treinta años, es una experiencia de lectura fascinante: nos permite apreciar el laborioso camino de evolución que transitó hasta alcanzar la voz sofisticada, pulida e irónica que se reconoce como la “marca Cheever”.
Estos relatos, publicados por pequeñas revistas más receptivas que otras al trabajo de escritores jóvenes, que no vieron la luz en forma de libro durante la vida del autor, hoy se leen como la reconstrucción de su genial mirada, detallista, sutil, capaz de captar el misterio de la vida humana en un instante. En este volumen organizado cronológicamente, podemos observar la progresión desde los cuentos de su etapa adolescente, cuando todavía eran anécdotas abstractas y sombrías de una época de pobreza y desesperanza —producto de la crisis del capitalismo—, ubicadas lejos de los barrios suburbanos denominados luego el Cheever country, hasta otros más cercanos a los de su producción madura. Ejemplos de ello son el primero, escrito a los diecinueve años, que da título a la colección y describe el paro total de un pueblo —antes próspero— por el cierre de una hilandería, y “Autobiografía de un viajante”, en el que un vendedor de zapatos cuenta cómo se hizo rico por dedicarse de lleno a su trabajo y a los sesenta y dos años se queda sin nada y siente su vida como un fracaso absoluto. Estos relatos se afirman más en la atmósfera que en los personajes y hacen gala de la marcada influencia de Hemingway y del realismo agrio de la Depresión de los años treinta.
En otro cuento, “De paso”, hay una mayor construcción narrativa: el narrador contrasta el quijotismo cándido de una generación con el idealismo esperanzado pero a punto de quebrar de otra, la generación de un joven comunista. En este relato y en los siguientes, las carreras de caballos y el juego en general son el emblema —paradojal y atractivo— de la sociedad capitalista.
Es notable observar cómo, a medida que pasan los años, Cheever va encontrando su voz y las historias se hacen más convincentes. Se vuelven visibles la génesis de sus tan valorados finales epifánicos y algunas de las notas iniciales de lo que será el lirismo cheeveriano, a la vez que se vislumbra la exposición emocional de los personajes. En el conjunto, las mujeres son más osadas y, cuando la vida las azota, contraatacan. En tres relatos son protagonistas y podría arriesgarse que son los mejores, sobre todo “Bayonne”. Esta tendencia se revalidará en la obra madura, instalada en su propio territorio, el suburbio burgués: los hombres son víctimas de la soledad y de la pérdida de autoestima por la fragilidad laboral y ya no se sienten seguros en sus refugios residenciales ni en sus matrimonios.
En suma: esta colección con la que el joven Cheever abordó el mundo crudo de la pobreza y las esperanzas postergadas no es en absoluto inocua: añade una nueva dimensión al juicio de valor o como escritor. La traducción de Ariel Dilon, sutil y poética, sostiene la candidez del inglés del original.
John Cheever, Fall River. Trece cuentos no reunidos, traducción de Ariel Dilon, Godot, 176 págs.
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