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Los treintaiún relatos que conforman Historias tardías, de Stephen Dixon, pueden leerse como tentativas de narrar un tiempo desarticulado por el impacto de una pérdida. Publicados en distintas revistas, comparten, sin embargo, un mismo universo de referencia, que la lectura sucesiva expone para dar forma a una novela poliédrica. La imagen general que se obtiene es la del escritor y profesor jubilado Philip Seidel intentando sobrellevar la muerte de su mujer, Abigail, especialista en literatura rusa, que padecía esclerosis múltiple y muere finalmente por una neumonía.
El conjunto abunda en listas, tanteos, versiones, incluso en fantasmas. “Esposa en reversa” es un pestañeo de tiempo regrediente, que cuenta desde el primer encuentro con la que sería su esposa hasta el instante de su muerte. En “Dos mujeres”, Seidel dialoga con el fantasma ambiguo de su mujer, o de su amante, o de ambas. “Lo que van a encontrar” es el minucioso comentario de lo que hallarán sus hijas cuando él muera. “Terapia” discurre sobre lo que posiblemente relate en su primera sesión de terapia, si finalmente se decidiera a ir. “La primera vez” es la reconstrucción dubitativa del primer encuentro sexual. En “Intermezzo” escucha detrás de la puerta a su mujer tocar el piano y vuelve una y otra vez a esa escena para intentar explicar el éxtasis o el hecho incomprensible para él de haber tocado la puerta en lugar de haberla abierto con llave. “Perdérsela” es una vida alternativa en la que Seidel no se casa con Abigail y debe vivir con la certeza de haber perdido no sólo el amor de su vida sino también otra vida. En “Un final diferente”, Seidel decide modificar la respuesta que da al último pedido de su esposa para no sobrellevar la culpa por haberla trasladado contra su voluntad al hospital donde morirá. Y son sólo algunos.
Más que expandirse, los sucesos se acumulan. Uno puede imaginarse a Dixon aporreando las teclas de su máquina de escribir como un poseso, hasta casi puede oírse el traqueteo. Es el trance que se lee en el rumiar de la sintaxis. El relato para Dixon es la representación del pensamiento. No el pensamiento como revés de profundidad, sino como procesamiento de la vivencia inmediata, en donde se conjugan lo pensado, lo oído y lo dicho en un mismo plano narrativo. En este sentido, la escritura es un auxiliar cognitivo, una traducción. De ahí las negaciones y rectificaciones que abundan en su literatura y que obligan a permanentes reajustes de lo narrado; como si tuviera el embriague averiado.
Si bien algunos elementos pueden atribuirse a la vida del autor, la utilización del material autobiográfico no redunda en estrategias ficcionales de autofiguración; lo biográfico es un recurso más entre otros. Del mismo modo, si bien la conciencia de estar narrando resalta el artificio ficcional, también transporta una representación más real que la del mero realismo. No sabemos si Philip Seidel acepta ceder ese trozo de sí que, según una versión contemporánea del duelo, se lleva la muerta. De lo que no quedan dudas es de que su autor escarba y tantea con una delectación morbosa. Claro que sin ánimo de provocar, sino de capturar un fragmento real del mosaico de una vida.
Stephen Dixon, Historias tardías, traducción de Ariel Dilon, Eterna Cadencia, 2018, 384 págs.
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