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Si se acepta que vivimos en la era de la incertidumbre, no extraña que el mundo literario, cada vez con más intensidad, se articule al tenor de la eventualidad pública. En clave satírica, la última novella del británico Ian McEwan hace frente a las condiciones de verdad que ha ido dejando el Brexit a su paso de coloso imprudente. Para narrar tal pesadilla, McEwan elige una fórmula kafkiana a la inversa: un insecto despierta, humanizado, en la figura de Jim Sams, el primer ministro de una Inglaterra no tan distópica. El protagonista enfrenta un país ad portas de implementar la doctrina del “reversalismo”, que consiste en la inversión del flujo monetario, de tal manera que son los empleados los que pagan a sus empleadores y a la vez son compensados al adquirir bienes y servicios. La cucaracha se mueve detrás de escenas de un tejemaneje a todas luces delirante, que circula entre los corredores del Palacio de Westminster y las oficinas de 10 Downing Street y ofrece retazos de las gastadas cumbres internacionales en Bruselas, donde los líderes globales observan con inquietud las piruetas políticas de los ingleses. Como expone una nota del autor, cualquier parecido con cucarachas reales, vivas o muertas, es mera coincidencia.
La verdadera clave kafkiana de la novela no se agota en la metamorfosis invertida. Como dictó Borges, la más indiscutible virtud de Franz Kafka fue la invención de situaciones intolerables, y es quizás esta axiología la que debemos aplicar a la lectura que McEwan ha hecho del naufragio político que significa el inminente Brexit. Esto es algo que el texto se autocuestiona: “¿De seguro los griegos tenían una palabra para eso de actuar en contra de los propios intereses? Sí, la tienen. Era akrasia”. Literalmente un vacío de poder, la incontinencia de causarse daño a uno mismo, y que en la filosofía socrática aparece como una quimera, resultado de la confusión de los valores relativos de las acciones. ¿Cómo una nación completa puede llevar aquel cilicio voluntariamente? Es la pregunta del autor, para quien la única respuesta lógica sería que tal proceso estuviese a cargo de animales poiquilotermos, organismos que fuesen capaces de sobrevivir semanas sin cabeza, guiados nada más que por una mística acéfala. Sangre y tierra. En esta línea, la guillotina política es fundamental en el entramado de novela, y Jim Sams no duda en usarla al descubrir que uno de sus colaboradores y ministro de Relaciones Exteriores es de hecho un opositor a la doctrina del reversalismo: “Había otras formas, más gentiles, de asesinato. La vida social contemporánea era un arsenal metafórico de armas reinventadas, trampas, dardos venenosos, minas a la espera de pasos descuidados”. Es la era de Twitter, MeToo y la cultura call-out, de la cual el discurso político oportunista se alimenta, mutando en tabloide. Así, el confabulador hace tropezar a su opositor en una historia de acoso fabricada, y con un toque de humor patibulario, la carta de dimisión del ministro es solicitada a cambio de una peineta, que le servirá para la aglomeración de fotógrafos que lo aguarda en Downing Street.
La cucaracha es un relato que no recula en su tono irónico y que juega al tiro al blanco sin miedo de autoparodiarse. Sin ser un roman à clef, los blancos están claros. Sólo gravita la pregunta si el mundo, en deseo mimético, se sumará o no a los pasos perdidos de una nación guiada por una cucaracha o, a la inversa, si el excepcionalismo británico no es más que un simulacro optimista y en realidad, bajo la piel de otros gobernantes, no opera ya una ética insecta.
Ian McEwan, La cucaracha, traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle, Anagrama, 2020, 126 págs.
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