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La hija del escultor

Tove Jansson

OTRAS LITERATURAS

Tove Jansson fue una de las artistas más famosas de la Escandinavia del siglo XX gracias a las tiras cómicas y los libros ilustrados de los Mumis —o Moomins, en el original—, unos troles parecidos a hipopótamos que se paseaban por su propio valle, cada uno con características diferentes y complejidades a cuestas, y que así y todo se las arreglaban para vivir en paz, mientras en el mundo real los hombres se mataban en la Segunda Guerra Mundial o se volvían neuróticos con el avance de la Unión Soviética o las fiebres capitalistas.

Las tiras cómicas diarias de los Mumis en el London Evening News tuvieron un impacto asombroso; se tradujeron a más de cincuenta idiomas y se multiplicaron en películas, series de televisión, obras de teatro, dibujos animados, parques temáticos infantiles, juguetes, tazas. Sin embargo, para encontrar su origen hay que ir a los relatos o novelas que Jansson escribía ya desde su adolescencia. Primero vino su existencia en el lenguaje, digamos: la idea del dibujo llegó después. Ahora, para encauzar aún mejor el avatar literario de Jansson, se publica el primero de sus libros de cuentos.

La hija del escultor (1968) —traducido en esta edición por el recordado Christian Kupchik— se compone de diecinueve relatos, todos escritos en primera persona por una niña, que es de esperar que sea Jansson a esa edad porque mucho de lo que allí dice se corresponde con su propia vida. Y aunque ya se sabe que una voz de niña corre el riesgo de volverse cargosa, no es el caso de Jansson, tal vez porque ella no busca rescatar esa edad desde la adultez. Más bien parece no haber salido nunca de esa esfera de la infancia estructurada sobre la tendencia a la divagación, con el bien y el mal como una guía firme, la crueldad como modo de conocimiento, el miedo flotando persistente y sin fundamentos claros, y sobre todo con una capacidad de asombro a flor de piel.

Por eso, tampoco es que la finlandesa arme cuentos porque los chicos tampoco arman cuentos cuando piensan; se trata más de impresiones que se estiran en una trama errante, llena de detalles que desnudan un mundo increíble a la luz de una imaginación que jamás es caprichosa y que a la vez busca entender el comportamiento de los mayores: los ritos complicados de las prácticas religiosas, la desesperación porque el dinero nunca alcanza, el afán por conseguir los bienes materiales que traen las crecidas del mar, el peso triste de las mudanzas cuando hay que empezar de cero. Si bien cada cuento conserva su individualidad, hay algo mayor que los une y es esa geografía del mundo que encierra en ella algo de magia, como es Escandinavia.

A Jansson le pasó lo mismo que a Roberto Fontanarrosa: su rama literaria fue por momentos desdeñada por considerarla un sarmiento de tiras cómicas exitosas. Afortunadamente, al igual que a Fontanarrosa, la opinión de los demás le resbalaba. Hay algo fascinante en la personalidad de Jansson: siempre hizo lo que quiso, estudió lo que quiso, vivió donde quiso, gozó su bisexualidad sin tabúes. Esa libertad absoluta se concentraba en su raíz y esa raíz fue su infancia, y de esa infancia feroz de imaginación y de otras cosas hablan estos cuentos dinámicos que van directo a algún hueso, no necesariamente al de un adulto ni al de un niño, sino al de quienes habitan todavía esa cicatriz que separa el mundo real del fantástico.

Tove Jansson, La hija del escultor, traducción de Christian Kupchik, Compañía Naviera Ilimitada, 2023, 144 págs.

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