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Variedad y continuidad, como los acordes de cualquier composición, hacen a este libro de Federico Monjeau. Variedad, porque no sólo de música clásica y contemporánea están hechas sus páginas, hay también cruces entre música y literatura, cine y arte, avatares personales al contar un viaje e inteligencia al momento de una valoración crítica; y continuidad, porque en la cambiante naturaleza de sus objetos existe un tono reconocible hecho de claridad expositiva, ausencia de pedantería, generosidad interpretativa y denodada renuncia a la belicosidad que traen las imposiciones estéticas. Para quienes esperábamos sus notas en Clarín, para quienes lo encontramos en Punto de Vista o rastreamos los míticos cuatro números de la revista Lulú creada por Monjeau a comienzos de los noventa, lo nuevo que con ellas llegaba no dejaba de ser pasado, y aun así, leerlas era asistir a una conversación futura. Que esas notas ahora conformen un libro es una justa felicidad con cierto sabor amargo: podremos releerlas, ya no esperarlas.
Cada ensayo de Monjeau tiene un gesto, una inflexión que a veces está impuesta por el objeto que trata pero que siempre responde a eso inclasificable que lo distingue: el estilo. Tal gesto es la preponderancia del olvido con el que escribe y la presencia de la imposible discusión con el interlocutor al que jamás se conocerá pero que siempre está presente. De antemano entonces, cada idea sabe atenuarse a la sombra de lo que se pierde no bien uno se acerca. Como buen adorniano, Monjeau sabía que la referencialidad de las palabras iba en contra de la música. Por eso, qué mejor que la experiencia para un ensayo en el que Bob Dylan lleva a Beethoven y este a Schubert, y todo través del hilo del “estilo tardío”. Pero ¿qué es un estilo tardío? ¿Cuándo llega? ¿Cómo se lo escucha y se lo reconoce? En el anacronismo, en cualidades formales, psicológicas o espirituales, Monjeau nos enseña algo sobre él, pero para volverlo comprensible apela a una cercanía iluminadora: “El estilo tardío se da a veces en lo que podría denominarse la primavera de la vida”. Doble recompensa, porque en ello se juega también la gravitación de la música en el presente, escindida entre quienes desean consumirla y quienes aspiran a entenderla sabiendo que cada vez está más lejos, pues “los tiempos de Schubert y Mozart deben haber tenido otra velocidad, otra medida. Es como si a los 30 o a los 35 hubieran vivido 80 o 100 años de los nuestros”.
Provisto de un saber que no es ostentoso, como el equipaje de mano o la pequeña biblioteca, Monjeau sabe descubrir “universos musicales” en una atemporalidad que va de lo clásico a lo popular: sonatas de Scarlatti y canciones napolitanas en la voz de Roberto Murolo, por ejemplo. Pero también, ese universo que aparece en la escucha de una temporada en el Teatro Colón o en la lectura de Huxley, Barnes o Proust, aparece en los viajes, en lo que tienen de inesperado y de ansiedad cumplida. Los Ángeles tras la Sinfónica Nacional es la visita a la casa de Schönberg, y Tel-Aviv, desprovisto de pastillas para dormir, una noche de hotel con Joseph Brodsky, concediéndole un oído en la relación palabra-música, ya que “Brodsky parece bordear la música a menudo, incluso sin nombrarla. Lo que impresiona en sus ensayos es cómo capta el sonido y la forma particular de cada voz. Distingue los tonos de los poetas rusos como uno podría distinguir a Mussorgski de Chaikovski y de Scriabin. Lo hace con una extraordinaria mezcla de precisión y desenfado, lo que tal vez sea una actitud propia de los ensayistas-poetas”. Actitud que, para finalizar, el mismo Monjeau cultivó para sí en la soledad musical que llenó de amigos-lectores.
Federico Monjeau, Notas de paso, selección y prólogo de Matías Serra Bradford, FCE, 2023, 440 págs.
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