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Operación Dulce es lo más cerca que ha estado Ian McEwan de escribir una novela de espionaje, que es tan cerca como lo permite una estilización consciente. Nos encontramos en 1972, en los Servicios de Seguridad británicos. A la narradora, una joven recluta llamada Serena Frome, se le encarga la operación del título, una misión relacionada no tanto con la seguridad como con el orgullo nacional. Se trata de crear una entidad ficticia que preste ayuda económica a literatos de cierta tendencia ideológica, con miras a fortalecer el discurso anticomunista. La trampa está en que los beneficiarios no deben saber que les paga el Estado, y el riesgo, en que el Estado no puede influir en las opiniones de los beneficiarios. Pero quienes concibieron el programa razonan que, garantizada la tranquilidad económica, los literatos desarrollarán ideas no sólo a sus anchas, sino a favor del sistema que les permite prosperar. Cualquier parecido con la realidad argentina es pura coincidencia.
La trama se apoya, en realidad, en la historia del anticomunismo anglosajón. Es sabido que, en los años cincuenta y sesenta, la CIA promovió a pintores como Pollock y Rothko en una ofensiva cultural contra la Unión Soviética, que por su parte buscaba seducir a intelectuales de Occidente. Y aunque parece menos creíble que algo similar hubiese podido implementarse con escritores británicos, existía una fluida relación de la intelectualidad con los Servicios de Inteligencia, por lo que el salto imaginativo no es tan disparatado. En la ficción, el subsidio se le otorga al novelista en ciernes Tom Haley, que ha publicado unos prometedores cuentos de tendencia más o menos liberal. Los conflictos empiezan cuando Haley gana un premio con una novela postapocalíptica que huele a anticapitalismo. O sea, lo contrario de lo que esperaban los superiores de Serena. Menos aún esperaban que la agente y el escritor inicien una relación amorosa, lo que a su vez empuja a Serena al secreto, el engaño y la culpa. Leer a McEwan depara estas gratas sorpresas: los tópicos del thriller de la Guerra Fría encauzados hacia la intimidad. Más allá de que en el amor, como en la guerra, vale todo, ¿qué otro autor hubiera cruzado la novela de espionaje con la comedia romántica?
Como un personaje de Jane Austen atrapado en una novela de John le Carré (o a lo mejor al revés), Serena empieza a sospechar que Tom está al tanto de la “Operación Dulce”. Y si él sabe que ella no es quien dice ser, ¿qué quiere en realidad? ¿Investigarla? ¿Son los escritores espías de las vidas ajenas? McEwan se divierte con estos dilemas y los resuelve en un giro que hará las delicias de muchos lectores posmodernos. Otros tendrán sus dudas, porque un coup de théâtre no equivale a un desenlace dramático. Pero antes también hay drama, y el argumento avanza sin fricciones, no sólo al dosificar sorpresas, sino al unir hechos, seguir las repercusiones de actos en el tiempo y crear la ilusión de que a los personajes los envuelve un tejido de necesidad. Dicho de otro modo, McEwan ha escrito un muy buen thriller. Y la estilización se acerca tanto al estilo que casi se pierde de vista.
Ian McEwan, Operación Dulce, traducción de Jaime Zulaika, Anagrama, 2013, 400 págs.
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