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Se ha hecho un tema recurrente de mis reseñas de literatura británica la observación de que la vida en el Reino Unido no es, nunca fue, el idilio que muchos imaginan. De hecho, he propuesto la teoría medio (pero sólo medio) ridícula de que uno de los grandes motores de la expansión del Imperio Británico fue la pura cantidad de gente desesperada por escapar de las islas grises. No me malinterpreten; hay mucha hermosura en Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda de Norte, sólo que suele estar reservada para las clases superiores. La mayoría de las personas del Reino Unido vive vidas de desesperación silenciosa, en casas que no parecen estar construidas para el frio ni el calor, ni siquiera (es extraordinario eso) para resistir la lluvia, rodeadas de comunidades de imaginación opresivamente limitada, abrigadas en sus castillitos permeables por ilusiones de una grandeza que nunca fue y, por supuesto, por sus prejuicios mezquinos. Estoy exagerando, pero no tanto. Si no me creen, fíjense en la mamarrachada que está pasando con su gobierno ahora mismo.
Si se buscara una perspectiva más compasiva (aunque, posiblemente, al fin del día, igual de pesimista), sería una mejor idea leer ¿Qué vamos a hacer con todas estas cosas?, de Gary Shea, una novela de cuentos vinculados que retrata escenas de drama y pequeños triunfos de una familia inglesa de clase trabajadora en la ciudad de Mánchester en los ochenta y los noventa. Está escrita en un estilo de prosa que a esta altura podemos describir como “tallerista”, terso, sin altibajos, al que se están aferrando demasiados escritores jóvenes hoy en día (tomen riesgos, chiques, por el amor de un ateo), y que aquí funciona muy bien para conjurar la atmósfera melancólica requerida por una narrativa cuyo corazón emocional se centra en las ideas asociadas a las pérdidas, lo que podría haber sido, como así también los abandonos futuros.
Los episodios, encapsulados en capítulos más o menos discretos, cuentan la historia de Carol y Ray, quienes se han mudado de vuelta a Inglaterra después de un intento fallido de vivir en Nueva Zelanda, escape trastornado por un aborto espontáneo, y de sus hijos Helen y Ben. Para un lector inglés, mucho de esto vendrá con una fuerte dosis de reconocimiento nostálgico (programas en la televisión, artistas populares, la primera lotería nacional, etcétera), pero sospecho que para la mayoría de los lectores argentinos tendrá un nivel grato de exotismo que sazonará las pruebas más universales que enfrentan los personajes: problemas de salud, infidelidades, aprietos económicos, riñas familiares, y ni hablar de las primeras vacaciones en el extranjero (¡No hay que tomar el agua!). Un fuerte de esta novela, más admirable todavía cuando nos enteramos de que Shea no está escribiendo en su lengua nativa, es el control con que el autor va relevando las capas emocionales de sus personajes, demostrando el vínculo entre un trauma (o traumas) subyacente y las decisiones y actos que le siguen. Particularmente conmovedores son los capítulos centrados en Carol, que vive conflictuada por sus esfuerzos de superar el dolor del pasado, la obligación de llevar adelante la familia y el anhelo de un escape trascendente, cuya posibilidad toma varias formas. Ray, en cambio, parece más bien aliviado de haber sobrevivido no sólo al pasado, sino también al presente (sólo la posibilidad de un futuro le parece bastar por el momento). Los hijos, mientras tanto, están demasiados ocupados en el negocio urgente de crecer para darse cuenta de los suplicios de sus padres, aunque podemos suponer, por los guiños autobiográficos, que la novela misma es una manera de saldar esa deuda.
Gary Shea, ¿Qué vamos a hacer con todas estas cosas?, Entre Ríos Ediciones, 2022, 260 págs.
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