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Encumbrada por la crítica y aplaudida por autores como Ian McEwan o Enrique Vila-Matas, Stoner es una novela cuya naturaleza y sustancia es la representación acabada, casi total, de la vida de un hombre. Considerada una de esas gemas adormecidas en los meandros de algún catálogo antiguo que con el tiempo se redescubren y vuelven a la vida, fue publicada originalmente en 1963 y reeditada en 2003 y en 2006.
William Stoner, de él se trata, nace y crece en una granja pobre de Norteamérica a fines del siglo XIX. Hijo único de una familia solitaria unida por las imposiciones de un trabajo duro, será sucesivamente niño, joven y universitario. Se volverá catedrático según ciertas peculiaridades y un hombre atento a otras. Será esposo, será padre, y el mundo contemporáneo de la primera mitad del siglo XX no le resultará ajeno ni indiferente. Vivirá algún episodio cuya excepcionalidad en una vida tan ordenada podrá parecer arquetípica, y en su momento Stoner también morirá. Semejante imitación de la vida trasladada al ámbito de la literatura tiene su correlato formal en una puesta narrativa tan depurada como para que nunca encontremos a William siendo niño después de haberse doctorado: el tiempo aquí es una variable que avanza firme y no se detiene y no falla. Acaso tampoco sea un detalle menor observar que la traducción de Carlos Gardini, limpia de idiosincrasias pero, aún y con todo, leve y afortunadamente rioplatense, se acompasa con el contenido y la forma dándole al estilo de Stoner una adecuadísima impronta desprovista de convencionalismos especiales. Pues bien, así las cosas, uno podría pensar que la novela resultará algo tediosa, demasiado adocenada, ordinaria o vacía como para tentar a un lector quizá acostumbrado a una catarata de shocks que sacudan su sobrexcitada inteligencia. Algo de eso hay, sí, y a veces con Stoner uno es presa del fastidio. Sin embargo, el conjunto de emociones nobles que el personaje, sus circunstancias y sus acciones nos trasmiten —violencias y crueldades, apariencias e ilusiones infundadas, cosas sublimes y cosas ridículas, y el orgullo y la humildad— hace de Stoner una pieza acabadamente clásica, casi catártica. No es que uno vaya a dejar de hacer lo que hace por temor a que le pase lo que pasa con Stoner, un hombre grisáceo y entrañablemente resignado a lo que es y a lo que viene, pero lo que pasa con Stoner tiene la suficiente fuerza empática como para mantenernos en vilo y a su lado hasta el final. Y al final, no sin alguna reticencia —tanta circunspección podría repelernos—, uno puede entregarse y agregar a la lista de superlativos uno más: Stoner es buenísima.
John Williams, Stoner, traducción de Carlos Gardini, Fiordo, 2016, 302 págs.
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