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Tiempo atrás, Jorge Carrión describía La compañía (2020), de Verónica Gerber Bicecci, como una obra de decisiones y materias disímiles, reunidas en una arquitectura-libro de concepción abierta, que cuestionaba y asentía, al mismo tiempo, aquello que estamos acostumbrados a encontrar entre dos tapas.
Mezcla de manual institucional y relevamiento omnívoro, el Museo de Mariana López se presenta como un edificio gemelo, igualmente bizarro, del autocentrado Museo de Ciencias Naturales de La Plata —ente donde la ciencia natural acopió piezas, restos y cuerpos para clasificar científicamente un territorio, sus vidas y componentes—. Este artefacto gemelo culmina una investigación sobre el real. (Y en su emulación de lo cierto poniendo el registro en primera fila, recuerda a otro libro-museo, o libro-vida, que es el proyecto de Darío Canton).
Se conoce la dimensión mastodóntica del Museo, su población de saberes, objetos y registros, la convivencia con toda caducidad —también humana— y el adusto Bosque que lo rodea. Pero ¿cómo describirlo después de investigarlo? Es una pregunta que no sólo a López desvelaría. Una descripción obediente podría amenazar la epifanía, y diluirlas si fueran muchas. Supongo que, de no haberlo estudiado, el Museo habría producido en la autora una respuesta más locuaz, fulminante pero menos texturada.
El índice es profuso y discreto. Las secciones principales: Dice la jefa de prensa / Columnas de mármol, de hierro, y cuadros que rodean el busto / Colección / Vistas del Paseo del Bosque / Indios / Recortes / Marginalia / Museo / Viaje de vuelta / Apéndice / Postfacio. Cada sección tiene la vida propia de un fragmento, con apenas unos párrafos o numerosas páginas y subsecciones.
Hay un criterio individual hecho etnografía cultural: los recorridos de la autora poseen tanta relevancia como el archivo, las gentes y el inventario. La primera sección, “Dice la jefa de prensa”, es breve: se describen parcialmente dos viajes en ómnibus de Buenos Aires a La Plata, y luego un párrafo habla de unos arreglos que debió hacer el taxidermista del Museo en favor de la película El aura, con Ricardo Darín. La jefa de prensa del Museo toma allí la palabra: “¿Querés ver un poco su trabajo a ver si te inspira? [se refiere al taxidermista]. Nos interesaría que alguien escribiera un cuento sobre el Museo”. Un contexto de narración y un marco institucional. El Museo invita a escribir con mandato incluido —la jefa de prensa prefiere un cuento, o sea, un ribete desde la ficción—.
El Museo de La Plata, saturado de ciencia y de sí mismo, precisa que el Arte lo redima. La jefa lo ha dicho con otras palabras. El taxidermista está al servicio del arte: ha torcido los alambres de los animales para adaptarlos a las posturas requeridas en la película. Presumiblemente, de posturas naturalistas a cinematográficas, o trascendentales o “auráticas”. Entonces uno piensa que la jefa ha supuesto: si el taxidermista lo pudo hacer para provecho de Darín y de la película, ¿por qué López no podría versionar el Museo para que sirva como blasón literario?
Las trescientas y pico de páginas del libro evaden la invitación y refutan sus premisas. Un cuento, alguna ficción, el arte, tejerían un misterio siempre funcional a la gramática del Museo. Una prueba evidente está en la página 135, donde se apostillan los temas de un curso sobre “Estética en las ciencias” que dictó Leopoldo Lugones en 1915. La exposición del contenido, atento al avatar climático en la naturaleza y transcripto a la manera de versos solemnes, refleja el trastorno al que Mariana sometió dicho curso, torciendo alambres para mostrar el pacto de mutuo utilitarismo entre saber científico y arte que sostuvo al Museo en su apogeo.
El libro responde la invitación de la jefa de prensa con un artefacto discursivo que, en su arquitectura, no utiliza las prerrogativas habituales para “plasmar” un desarrollo. López traza un recorrido entrecortado, con una economía desigual entre referente y silencio, donde muchas veces lo que se dice alude en voz baja a lo que se deja de decir.
Las secciones funcionan como contextos escénicos. Tal como con el curso de Lugones, en ellas se dejan de lado las lógicas normativas en que se funda la institución. De manera que no hay un relato sino que hay varios y diferentes; ficciones documentales, cápsulas de enunciación que hilvanan hechos adventicios, triviales, terribles o hasta definitivos, volátiles como el habla o sepultados en la historia.
Entre las dos tramas —la cierta del Museo y la constelada de Museo—, se produce un quiebre en términos de géneros: el libro se apoya en el formato catálogo —la envoltura capciosa para la subversión que lo anima—, y también se apoya en el extremo opuesto a los formatos rígidos —la nota, el pensamiento, la acotación, el relato testimonial, el chisme o el rumor—. Las voces de quienes trabajan allí, o la de los cuerpos que han pasado por ese edificio, parecen levitar sobre los materiales para sugerir otro tipo de constancia. Una permanencia menos efímera que su propia existencia —más teatral, incluso operística—.
Por un lado el ingente acervo del Museo, que prolonga el imaginario natural para los tiempos del primer centenario. Un archivo organizado como registros contiguos, sometido a violencias y adaptaciones, en tensión con la historia y la política. Este inventario es premio de discursos y actores, a veces enfrentados pero unidos en opaca convivencia por la necesidad de mantener activo eso, la materialidad del Museo, que es, pese a sus problemas —equivalentes a los problemas físicos del edificio—, aquello que cobija el trabajo o la vocación de cada una de las almas empleadas allí, sus miserias y compromisos, su chifladura y voluntad.
Por otro lado la instalación propuesta por López, en esta nueva edición ampliada. Uno podría decir: este Museo es lo que el Museo de Ciencias Naturales de La Plata no dice. Podría también representar el canto en voz baja de una comunidad en situación de colapso, cuya continuidad o autorreproducción se mantiene, y a tientas, en tanto exista confianza en la inercia medio anómica de sus miembros y dispositivos.
Como en Museo no hay relato estructurador, se proponen narraciones simultáneas, a la manera de testimonios. La ausencia de narración dominante permite a López organizar la institución como sistema de retazos. La observación externa resulta para ello esencial, porque la investigadora que anota este Museo carece de las herramientas y afectos de una mirada disciplinar.
Cierta arquitectura de ideas, impresiones y sentimientos ha configurado la trama inspiracional en la que se sostiene la voz de la autora. Es una voz que se expresa con operaciones y circunstancias más que con palabras. Los intercambios entre ciencia, naturaleza, experiencia e historia, se resuelven en procedimientos manuales más que textuales. En cada una de las secciones se instrumenta alguna modalidad específica de un “cortar y pegar”, o “cortar y rearmar”. Casi rutinas de trabajos prácticos, la manera como López tuerce el Museo. Está Lugones y su curso, también los caligramas, los perfiles biográficos, los recortes, el sistema taquigráfico de Ameghino, los extractos de cartas. Cuando no hay trabajo material, hay un procedimiento gráfico que viene a ocupar su lugar.
Los retazos subliman la ruina generalizada, material e institucional —que amenaza tanto al Museo como a los saberes que organiza—. La sublimación produce un gasto: la energía que se pierde en el proceso está inscripta en la ausencia de entonación lírica; incluso, diría, en la ausencia de entonación “poética”. Las nociones de belleza o densidad resultan ajenas al libro —acaso es lo único en lo que López obedece al Museo—. Y sin embargo, la dimensión asociada a valores estéticos que el libro no indaga está de todos modos presente en esa extraña pero decisiva envoltura que es el producto editorial. Tapa dura, delicado papel, tiraje de cien ejemplares y cosido a mano. La editorial es n direcciones, de reivindicación bibliófila común a sus títulos.
Llega entonces la pregunta por la autora. Es una artista visual, también ha escrito poesía. La palabra “escribir” claramente carece de un significado estable. Se escribe de maneras extendidas. López suspende la idea de “creación” como emanación, para tener un papel más cercano a la investigadora que primero guarda y después clasifica. Algunos giros y acotaciones, o decisiones “curatoriales”, aluden a sentimientos ambivalentes: decepción y celebración ante los registros. La traviesa venganza contra el mandato inmóvil y ofuscado del museo, que irradia instrucciones de comportamiento, de trato interpersonal, etcétera. Un archivo que también es una prolongada indicación escénica.
Y está el silencio derivado de una voz que elige no hablar de modo directo, acaso otra de las reacciones frente a lo resguardado en el edificio: un archivo que quema. Preguntas precisas a las que Museo responde como cualquier otro libro: con su contingencia y con la forma de conocimiento que plantea.
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