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Pocas obras demuestran con el mismo ímpetu que Cosas como si nunca lo melancólica que se ha vuelto la experimentación, o la vida misma. El imperativo rupturista sigue en pie; las epifanías, en cambio, ya no se esperan. Con un lenguaje único, Beatriz Catani nos presenta una visión fragmentaria, oscura y lúcida de la historia y el teatro. Desde su título mismo, la obra se sume en una exploración claustrofóbica de la que no se puede escapar ni en la infinita extensión de la pampa y el tiempo.
En lo más inmediato, Cosas como si nunca es, por usar una metáfora musical, la conjugación de tres “pistas” que avanzan de manera paralela, sincronizadas cuidadosamente para resaltar sus desencuentros. El Salón Dorado del Teatro Nacional Cervantes se divide en tres espacios claramente diferenciados. A la izquierda, una tarima con actores y un sonidista en vivo; en el centro, una pantalla sobre la que se proyecta una película en la que los mismos actores actúan la misma historia en medio de la pampa; a la derecha, un pianista. Una niña, un gaucho, un pintor alemán, un sargento, la carreta en la que viajan: cada uno de estos elementos se vincula con los demás con la misma levedad fantasmagórica con que se dejan oír los ecos de Shakespeare, el Quijote o Martín Fierro. Lejos de organizarse en forma de drama, conforman un paisaje que despierta en el público una añoranza de totalidad, acaso similar a la del pintor viajero que contempla la naturaleza en busca de sus resortes secretos.
En su relación con el cine, la literatura y la historia, la obra evita las confluencias fáciles y apuesta a la disociación. No se trata, para Catani, de apuntalar el teatro con otros medios, sino más bien de tensarlo poniéndolo en diálogo con ellos, como hiciera con el teatro mismo Tespis en el siglo VI a. C. al separarse del coro. Al distanciarse de las convenciones, sin embargo, la obra las pone de relieve. Su coqueteo con la barbarie (una actriz raptada por los indios que recita a Shakespeare, por ejemplo) sirve como ilustración de un tipo de alejamiento que es a la vez una forma de nostalgia. Porque la barbarie, después de todo, solo existe para la persona civilizada, los gauchos persisten porque fueron aniquilados, y ese teatro viejo que ya no tiene sentido es el partenaire sin el cual Catani no podría hacer lo suyo.
La obra no le tiene miedo a ese “pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia” del que hablaba Walter Benjamin: el aburrimiento. Exterminado sin misericordia por la vida moderna, ese estado de relajación intelectual, contemplación y escucha era, según el filósofo alemán, una de las condiciones de posibilidad de la narración. En ese sentido, la obra lleva adelante un ritual de purificación que cualquier persona cansada del teatro no puede sino agradecer. Lejos estamos de la lluvia de sangre de cerdos recién sacrificados del Teatro de Dionisio, y sin embargo Cosas como si nunca remite, por la vía negativa, a ese universo. En la escena más desbordada, los actores, el pianista y el sonidista se van tirando por el aire una muñeca, con delicadeza y sin dejar que caiga al suelo. Es el desenfreno controlado de la artista moderna que investiga con rigor apolíneo, manteniendo secos los fósforos del pensamiento a la espera del día en que el mundo pueda ser de nuevo prendido fuego.
Cosas como si nunca, de Beatriz Catani, dirección de Beatriz Catani, Teatro Nacional Cervantes, Buenos Aires.
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