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Hay una escena de la primera película dirigida por De Niro, Una luz en el infierno (1993), donde los mafiosos ítalo-neoyorkinos están en su pequeño bar, tranquilos, y entra una banda de motoqueros buscapleitos. El lugar es una cafetería angosta, y al primer bardeo de los Harley, uno de los mafiosos, vestido impecable y sin perder la cortesía, se acerca la puerta, la abre de par en par y los invita a irse. Pero los barbudos redoblan el bardeo, y entonces el tano cierra la puerta, le da llave y dice: “ahora no pueden irse…”. ¿Por qué el recuerdo? Porque esta obra sucede en el bar Rodney, mítico espacio rockero frente al Cementerio de la Chacarita. El público entra y se se sienta, y de pronto, eso: un maestro de ceremonias anuncia que la cosa está por comenzar, cierra la puerta, le da llave y desaparece de la escena. Quedamos todos sentados entre ruidos de palitos masticados y cerveza entrando en vasos; casi resulta audible lo que más sucede: la expectación. Un silencio que ni pretende ser absoluto, un silencio no de teatro, resalta los sonidos orgánicos de la presencia. Y, por un momento, nada pasa: esperamos, tensos. Eso, la presencia intensificada, es lo que pasa. Es palpable que todos los presentes sentimos más agudamente que estamos acá. El público queda a la vista, sin saber qué ni por dónde sucederá algo; el público mismo constituye la escena y es objeto de mirada —aún si de mirada potencial—. Se borronea la separación entre hecho artístico y espectadores. Entonces, cuando irrumpen los actores —y vaya si eso que hacen Federico Liss y David Rubinstein es actuar—, la obra, la situación, ya había empezado. De la mejor manera logra instaurar de arranque un registro perceptivo, un tipo de atención, distinto/distante tanto de la normalidad urbano-conectiva, como del dispositivo teatral instituido. En cierto sentido, rescata al teatro —al hecho teatral, a algo que si acontece es en gerundio— del teatro-edificio y dispositivo cristalizado que precondiciona y habitúa. Acá esperamos no sabemos qué.
Y todo esto sin decir nada del “contenido” de esta verdadera joya mimada del off de Buenos Aires (con gran éxito en el Festival Internacional de Buenos Aires, llegando a cien funciones a fuerza de boca en boca, actores consagrados que la ven y derrochan halagos…); quizá porque el contenido adquiere su filo dentro del tipo, de la cualidad de experiencia que arma. A diferencia de los formatos ampliamente dominantes, donde —heredando siglos de teleología judeocristiana— lo que más importa es el final, y por lo tanto espoilearlo es pecado, aquí ya el comienzo de la obra es tan sorprendente que vale callarlo en esta reseña. Digamos que empieza desde la “realidad”, abriéndola con un tajo —como Lucio Fontana al lienzo—, para que aparezca por allí la fantasía: dos hermanos, durante el velorio del padre, pasan por el bar familiar a buscar comida. Hablan raro y parecen vivir en clan endogámico; gitanos, judíos, con dejos de acento brasileño, también paraguayo, no queda claro, no importa: sirve, de vuelta, para intensificar su presencia. Hacen sonidos medio guturales (mucha voz no significante), repiten frases una y otra vez —como quien se tara en algo—, no son máquinas parlantes que “pasan texto”; el texto está al servicio de la actuación, de la presencia, y no al revés. Dos hermanos el día de la muerte del padre y hay envidias, competencias, risas, recuerdos, miedos, complicidades, tristeza, mandoneo, y un abrazo, un abrazo que acaso sea el verdadero protagonista de esta obra. Contra el imperativo de actualización permanente, de novedades constantes, de ostentar (obedecer) la nomenclatura de la hora porque la verdad va a la vanguardia y a los comunes se nos escapa, esta obra consigue recordarnos (etimológicamente, hacernos volver a pasar por el corazón) que quizá donde hay más sorpresa, más información, más carga vital, es ahí, en un abrazo entre hermanos, el día que murió papá.
De la mejor manera, autoría y dirección de Joge Eiro, Federico Liss y David Rubinstein, Bar Rodney, Buenos Aires.
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