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Vía pública

Marcela Sinclair

ARTE

Si para condensar hubiera que elegir sólo una imagen, podría sugerirse que la producción de Marcela Sinclair se resume en la figura del Fantasma. No tanto en su invocación psicoanalítica, esa que liga las raíces semánticas de “fantasma” en “fantasía”, tampoco en los prototipos románticos de los cuentos infantiles, estos fantasmas que nos llegan hasta hoy como el vacío prefigurado que habita debajo de una tela que flota. Aunque compartan código, el tipo de imagen al que me refiero es menos orgánico y más cercano al que entregaban por definición los viejos televisores con antena de aire cuando duplicaban sutilmente en la pantalla la imagen de lo que transmitían; fantasmas livianos desdoblando la escena, una narración levemente movida, acompasada a la par con un velo, ofreciendo una distorsión silenciosa, casi transparente, como un vidrio por el cual vemos y al que nos vamos acostumbrando.

Es en el punto medio de un eco donde la obra de Sinclair encuentra el arte de la fantasmagoría, que en su caso oscila sin buscarlo entre lo doméstico y lo platónico, generando una serie de apuntes al margen, codas de ideas que articulan lentas pero se mueven, van de un lugar a otro como un caracol que atraviesa una salón sin que lo notemos. Pienso en este repetir y doblar y recuerdo unas vitrinas cubiertas de polvo con formas perfectas, ausentes, que vi hace años en el Centro Cultural de España en Buenos Aires; en sus vidrios pintados a la cal, en una columna paralela a otra columna en el Centro Cultural San Martín; en una viga sostenida de otra viga solamente por un film de embalar alimentos, en sus mobiliarios tapados con sábanas y en una especie de armario colgando junto a unas acuarelas que decían documentar deslizamientos que no vimos. Incluso algo de esto hubo cuando convirtió la galería Mite en lo que efectivamente era, un local más que ofrecía productos dentro del Patio del Liceo, pero distorsionado, en aquella muestra de collares confeccionados con fideos secos amorosamente expuestos en vitrinas, un local dentro de un centro comercial semejante a cualquiera de los otros a los ojos de un paseante desprevenido o indiferente. Yendo más lejos en el tiempo pero en el mismo espacio, lo mismo sucedió en su Time Management, un local-proyecto que parecía una sombra (nada más fantasmal que dedicarle tiempo a pensar el tiempo en sí), o cuando convirtió un congreso de arte sito en una feria de arte en la exposición de una tautología.

Tras estas composiciones, resulta sorprendente que en su actual exhibición Vía pública, individual en Malba, se encuentren las dos piezas más importantes e imponentes pasando desapercibidas como si no existieran o fuesen invisibles. La primera, que consistió en descubrir unos paneles de durlock para revelar el lateral vidriado de doce metros de ancho que estaba escondido hace décadas detrás de una falsa pared, dio por resultado un mural a la inversa, de movimiento tan sutil que nadie vio del todo, y que hace a las otras obras de la sala (tentado se diría a propósito) parecer autos adentro de una concesionaria. La segunda es una escultura monumental de más de veinte metros de altura pero vacía, o mejor dicho, realizada con el vacío que delimitan las dos tiras ingrávidas que caen en punta desde el techo para terminar densas en el espacio de la muestra. De este modo, la figura del fantasma soporta también una pregunta por el entremedio de las cosas; estribaciones en tanto algo del interior sale al afuera o viceversa y choca con la extrañación sin proponérselo, como un acto fallido o un sillón dejado en la vereda. Un entremedio; algo que es pero no plenamente, que está pero no del todo. Lo que en un comercio a la calle sería por lugar “la vidriera”, y para la sociología, capas medias C2 y C3. Pasa en los asientos de colectivo que llevan hasta el pleonasmo la imagen de una ventanilla; sobre el hueco en un mueble quirúrgicamente cortado cuya única pregunta es dónde están las partes ausentes si no es en el Ideal.

Así, dicho entremedio se vuelve también un in between, término inglés que abre un paréntesis, una digresión sobre lo uno sin perderse de lo uno. En estas formas aparece entonces el cotidiano perturbador que dio tanta literatura, pero como un cotidiano lindante a esa segunda vida que todos tenemos en los otros cuando no estamos presentes; en lo naturalmente siniestro que puede haber en aparecerse cada tanto en los sueños ajenos, o cruzarse en la calle con alguien de quien justo se está hablando. Se extraña sí, y quizás más en esta institución, su dosis de humor en el hacer de sus ejercicios livianos, libertad que la fue consolidando como una de las más originales escultoras de su generación. Cuando lo encuentra, la poética de Sinclair sublima algo de surrealismo realista, si es que semejante condición pudiera encontrar sentido. Habría que abstraerse un poco, dar algunas licencias, pero la imagen es tangible. Su obra más que su persona esconde algo de éminence grise, figura retórica con la que los franceses definen a lo que ejerce su influencia sin mostrarse del todo, entre bastidores.

Marcela Sinclair, Vía pública, curaduría de Nancy Rojas, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, 23 de marzo-12 de junio de 2023.

4 May, 2023
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