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Una suerte de rumor teórico atraviesa buena parte de las especulaciones teatrales contemporáneas. La sospecha ha recaído sobre el texto dramático. Acusada la tradición occidental de textocéntrica, se ha soslayado el poder de la palabra en el marco de las puestas en escena para privilegiar el funcionamiento de otros códigos del espectáculo.
Si el malentendido se originó en una lectura desviada de los planteos de Artaud, no lo sabremos.
Lo cierto es que cuando se produce la fusión de un texto radical, no pensado, en principio, para el teatro como el de María Negroni, con la sensibilidad de un director como Alejandro Tantanian y la desmesura de la actuación de Marilú Marini, algo del orden de la conmoción se produce.
Un texto en el teatro puede estremecer.
La novela de Negroni es lacerante y osada en su urdimbre autobiográfica, pero, sobre todo, en la apuesta formal que sostiene discursivamente las paradojas de la distancia entre hija y madre hasta forzar los límites de lo escribible.
La escritura evanescente, abordada en solitario en la práctica individual de la lectura, se materializa ahora, en la estampa y figura de una actriz —literalmente— fuera de serie.
En un escenario concentrado, crédito de Oria Puppo, apenas una mesa, dos sillas y un gran marco detrás del cual tiene lugar el monólogo y la posibilidad de la ficción (después de todo, la memoria es asunto de invención), Marini hace suya la voz de esta hija para quien su madre ha sido “la ocupación más ferviente y dañina” de su vida.
Las posibilidades de la forma monologal de la mano de Marini son tales que logran traer a la gran ausente a escena. Por medio de la interpelación y de la evocación de los recuerdos que hilvanan con dolor y gracia infancia, juventud, militancia política y enfermedad, la obra logra poner en escena la contundencia de una trayectoria vital.
En tiempos teatrales de fruición biodramática, cuando la demasía del recurso parece atentar contra su programática inicial, la verdad de una vida que se pone en juego y riesgo apelando al poder de la ficción se vuelve reveladora.
La obra también puede leerse en clave de tributo teatral. La figura de Beckett resonará todo a lo largo de El corazón del daño. En serie con Los días felices, la Winnie que la actriz interpretó en Buenos Aires hace veinte años sigue en la puesta de Tantanian hurgando en su bolsa para aferrarse a los objetos que han punteado su existencia. Ya en correspondencia con Impromptu de Ohio, así como la mano del personaje que escuchaba escandía con su golpe el relato del que leía, en idéntico gesto, esta protagonista imprimirá con el suyo el ritmo de este corazón del daño, el pulso de un modo visceral de habitar la escena.
El corazón del daño, adaptación teatral de la novela homónima de María Negroni con la colaboración de Oria Puppo y Alejandro Tantanian, dirección de Alejandro Tantanian, Teatro Picadero, Buenos Aires.
Imagen: fotografía de Vanessa Rabade.
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