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¿Dónde empieza o termina una obra? ¿Es un límite que se establece con el movimiento del público? ¿Con la primera y la última palabra de los actores? ¿Con las luces? ¿Quizás con los comentarios, birra de por medio, después de la función?
La cuarta pared, esa frontera invisible entre lo que es teatro y lo que no, no existe más. Esa es la conclusión a la que llego después de ver la obra de Ariel Bar-On. Toda la puesta apunta a eso: a estar ahí, involucrado, como espectador o como actor. Abandonar la pasividad a la que estamos acostumbrados, o la expectativa de una narrativa simple, con unidades aristotélicas o principios, nudos y desenlaces distinguibles. Incomodar, pero con estilo y elegancia.
¿Qué pasa, entonces, cuando el espectador tiene que hacer más que espectar, que sentarse a ver? ¿O cuando los actores hacen varios personajes, de sí mismos, de ninguno? En su Pequeño órganon, Bertolt Brecht distingue claramente que los actores no deben —y, sumo, no les es posible— transformarse completamente en el personaje. Esto quiere decir que lo que se va a hacer al teatro es a cumplir una función, un rol, pero que como cualquier función puede ser modificada, evitada, empujada. Y esto es lo que pone en tela de juicio la reestrenada ópera prima de Ariel Bar On: no todo es lo que parece, no todo es lo que alguna vez fue.
Llegás y dos de los actores (Anabela Brogioli Quenard, Zoilo Garcés) te piden libros, plata y un mail. Ese es el primer pacto que establecés con ellos. Te sentás y ves a un hombre, que además de ser parte del elenco es el director y guionista, apoyado sobre una mesa llena de papeles. Papeles que, descubrís más tarde, marcan el esquema de la obra. ¿Duerme? ¿Sueña? ¿Es lo que sigue un fragmento de ese sueño? ¿Es el actor o el personaje el que sueña? ¿Quién es?
Poco tiempo después se pone de pie y propone una hoja de ruta. Vamos a ir de una pérdida, a un excedente, a un recuerdo accidental. Y se van a establecer cuatro pactos: de solidaridad, de audacia, de intercambio y uno desinteresado. Como espectador, uno asocia esto a los actos de antaño, a una lógica temporal que sigue una línea precisa, exacta, que va a permitir seguirla claramente. No podría sea una asociación más equivocada. La narrativa de Fragmentos del ensayo sobre un pacto frustrado… va y vuelve, se saltea pasos, de a ratos se silencia y de a ratos grita ansiosamente. Gira alrededor de lo que ya no está, sean relaciones terminadas, objetos perdidos, olvidados o irremplazables. Esa falta es anecdótica, pero también hace a la estructura de la obra. Nada ni nadie tiene nombre. Instituciones públicas, autores reconocidos y los mismos personajes: todo enmascarado.
La luz nunca deja de apuntar a las gradas en donde el público está sentado. Estamos acostumbrados, como en el cine, a quedar a oscuras en el teatro. A repetir formas de ver. Los actores, en esta puesta, constantemente se dirigen al público, pero no necesariamente coincide ese destinatario con quienes tienen enfrente. Una se para y va al baño. Otro usa el celular. Dan indicaciones que los asistentes no pueden cumplir, ya sea porque requieren objetos que nadie pidió que trajeran o porque se corren tanto de la convención teatral que uno se pregunta: ¿es real esto que está pasando?
Cuando me encuentro a Bar-On en la puerta, antes de entrar a la sala, lo interpelo y le pregunto qué está haciendo que no está entrenando, que no está preparando el cuerpo para sacarse lo propio, para volverse alguien más que sí mismo. Y su respuesta, que me deja muda, es: “Ese teatro ya no existe”.
Fragmentos… es una obra necesaria, que viene a decir algo que ya sabíamos: los modos del siglo XX ya no sirven. Y hay que hacernos cargo de eso.
Fragmentos del ensayo sobre un pacto frustrado como compensación simbólica de la miseria cotidiana dentro de un sistema resultadista que no concibe como valor de cambio a un material intangible, dramaturgia y dirección de Ariel Bar-On, Estudio Los Vidrios, Buenos Aires.
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