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Es bien sabido que, de existir tal cosa como una obra de teatro maldita, esta sería Macbeth de William Shakespeare. Aunque se ha señalado a las brujas como factores determinantes para su devenir desgraciado, el oscurantismo en el interior del texto, como dice Harold Bloom, no puede alterar los acontecimientos materiales, pero la alucinación sí puede y efectivamente los altera. Para el especialista en Shakespeare, Macbeth es una tragedia de la imaginación: una imaginación para el mal, tan aterradora y anticipatoria, que nos enfrenta a los espectadores a una involuntaria identificación con su protagonista.
Partiendo de esta empatía inaceptable, Pompeyo Audivert adaptó la obra y en 2022 estrenó Habitación Macbeth: versión brutal, para un actor, que con atinadas variaciones da cuenta de toda la acción dramática. Si para Bloom la experiencia de leer la obra nos deja reverberaciones horrorosas y opresivas sobre nuestra propia condición, en el caso de Habitación Macbeth prevalece sin duda un extraño alivio, tal vez porque un solo cuerpo contiene a toda esa estirpe maldita. Pompeyo demuestra hasta el paroxismo hipnótico la efectiva posibilidad de ser otros —incluso un Macbeth despiadado— sin daño alguno. Ese triunfo soberano de su imaginación, monumento vivo a la memoria humana e individuación multitudinaria, no tiene posibilidad de apresarnos.
La proyección alucinatoria de la puesta se materializa mediante una confianza radical en la oscuridad para componer las zonas de atención. El fantasma de Banquo es un ejemplo de resolución maestra. A contraluz, de espaldas al público, Macbeth se ve acechado por la sombra gigante del amigo a quien mandó a matar. Pero mucho antes de que se derrame la primera gota de sangre inocente, Macbeth ya confiesa los terrores que le suscita su propia imaginación: “nada existe para mí sino lo que no existe todavía”.
Bastante más latente que en la lectura de la obra, en Habitación Macbeth da la sensación de que Duncan yace muerto antes de que Macbeth lo acuchille. Entre los deseos corruptos y las acciones fácticas, sólo hay una brecha temporal sobre la que nadie tiene control. Audivert dilata esta brecha y aprovecha para ensanchar la insaciabilidad sanguinaria de lady Macbeth, en contrapunto a la dubitación ansiosa de su esposo.
Poco fértil habría sido ver en esta tragedia una simple metáfora de un otro tirano, una denuncia realista de un afuera ignominioso que hay que eliminar. Más allá de que estemos lejos de derramar sangre por un trono, es tan incómodo como inevitable aceptar que la imaginación de Macbeth empatiza con nuestras ansiedades más oscuras. No hay que ser perverso para entender cómo un pensamiento gratuito, maligno, diminuto como una viruta venenosa, tiene la capacidad de ocupar nuestro presente hasta hacer del futuro un hecho.
Por fortuna, Audivert nos encerró con esa verdad de la psiquis y lanzó el piedrazo en el espejo que emancipa nuestro insconciente. La enorme generosidad de su cuerpo resulta espiritual e hipnótica para quien asiste a ese conjuro del drama maldito que propone la puesta en escena y parece ser la prueba absoluta de que, verdaderamente, y en palabras de Antonin Artaud: “podemos reducir fisiológicamente el alma a una madeja de vibraciones”.
Habitación Macbeth, versión unipersonal de Pompeyo Audivert de la obra de William Shakespeare, dirección de Pompeyo Audivert, Centro Cultural de la Cooperación, Buenos Aires.
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