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Mark Fisher defendió su tesis doctoral al filo del milenio, cuando el ánimo social se preparaba con resignación ansiolítica para el apocalipsis Y2K y la revolución digital comenzaba a despegar desde módems ruidosos que todavía congestionaban las líneas telefónicas. Por entonces ocupaba un asiento en la CCRU (Cybernetics Culture Research Unit) de Warwick, y la mezcla entre el optimismo tecnológico y el esquizoanálisis deleuziano todavía no había partido las aguas entre los aceleracionistas con mayor o menor instinto de autodestrucción y aquellos que, como el propio Fisher, todavía podían ver en la alteración hipertecnológica de la realidad un horizonte de expansión filosófica que no tenía por qué lidiar necesariamente con la eugenesia o la aceptación cínica de la muerte de la especie.
Habrá que reconocer, algún día, que Nick Land (antiguo compinche de Fisher en la CCRU) está mucho más cerca de Foucault de lo que el autor de Constructos Flatline hubiera deseado o pretendido jamás. No puede entenderse el aceleracionismo “de derecha” de Land sin el antihumanismo furioso y resentido del autor de Vigilar y castigar e Historia de la sexualidad, que sentó las bases para una serie de rechazos teórico-políticos responsables del ascenso de las células neoliberales a partir de la segunda crisis del petróleo. Negri y Hardt completarían la tarea desde Imperio (2000), pero Fisher viene de (e intenta reanimar a) una izquierda de relación traumática con el marxismo, que todavía cree que el capitalismo enloquecido puede reencauzarse en el mundo por venir. Esa filosofía es un ejercicio de precognición, y por eso tiene que salir de la filosofía de la sospecha de Freud, Nietzsche y Marx para abrazar los mundos alterados y las mentes intervenidas de J.G. Ballard, William Burroughs y David Cronenberg.
Sujetándose de lo tecnológico, el pensamiento de Fisher anterior a la resignación mortífera de Realismo capitalista (2009) y Fantasmas de mi vida (2013) no cede, sin embargo, al éxtasis de efectos especiales tan caro a la “Ilustración oscura” de Land y sus “nuevos” amigos. La “línea plana gótica” que Fisher le pide prestada a William Gibson no es puro artificio, sino un recurso interpretativo; una divisoria movediza donde los espectros, los monstruos y los semidioses del gótico clásico son capturados por máquinas, robots y algoritmos para repoblar una zona de aparente vacío cerebral donde las materias de los vivos y los muertos se contaminan entre sí sin que resulte perfectamente definible dónde empieza una y termina la otra. El imaginario ciberpunk que saturó de supersticiones digitales el siglo XXI puede ser, para Fisher, una forma futurista de escapar al pesimismo tecnológico que la Escuela de Fráncfort sembró sin piedad sobre la segunda sociedad industrial del XX.
Si el sueño de tecnología y superación filosófica que Fisher describió en Constructos Flatline no duró demasiado (algo de lo que da cuenta su obra posterior y el propio devenir de su vida), hay que buscar las causas en el anacronismo de un marxismo que jamás pudo replantear una narrativa alternativa al horror del estalinismo soviético y sus derivaciones más llamativas, con un Vladimir Putin transformado, hoy, en una especie de inteligencia artificial con capacidad aumentada para reprocesar y redefinir medio siglo de historia. Si el ciberpunk como teoría social ya hablaba de máquinas con subjetividad propia y una técnica provista de personalidad, en 1999 Fisher todavía podía imaginar una realidad en la que ese imperio reclamado por las máquinas podía alumbrar figuras complejas armadas a partir de relaciones reconfiguradas pero todavía vitales. Cuando Timothy Leary escribió que William Gibson construyó un mito porque cumplió para el capitalismo moderno la misma función que Dante para el feudalismo, o Mann, Tolstoi y Melville para la era industrial, no podía prever el giro nihilista que cobraría ese imaginario a lo largo de la época que transformó Internet en un cementerio oceánico. Fisher trató de encontrar alternativas a ese destino de inmolación y se rehusó hasta último momento a considerar que la red fuera un instrumento creado por la humanidad para exterminarse a sí misma.
Mark Fisher, Constructos Flatline. Materialismo gótico y teoría ficción cibernética, traducción de Juan Salzano, Caja Negra, 2022, 356 págs.
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