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Parte de este mundo

Adrián Canale

TEATRO

Lo que resulta especialmente peligroso de las técnicas de Raymond Carver es lo fácil que parece imitarlas. No parece que cada palabra y línea y borrador hayan sido escritos con sangre. Eso es parte de su genio. Parece que pudiera escribirse un texto minimalista sin demasiado esfuerzo. Y se puede. Pero uno bueno no. Quién así se expresa es David Foster Wallace en una de las diecisiete entrevistas que componen Conversaciones con DFW, el libro con el que saltó al ruedo la editorial Pálido Fuego, de próxima distribución en la Argentina e imprescindible herramienta reflexiva sobre lo que significa ser escritor en los tiempos que corren.

Lo que resulta especialmente audaz y fascinante en Parte de este mundo, la adaptación de Adrián Canale de los cuentos de Carver, es el preciso dispositivo teatral, el pertinente artefacto escénico del que somos invitados a formar parte, no tanto como espectadores sino como invitados a una fiesta que no sería posible sin nosotros. ¿Por qué no dejar que los espectadores se vean entre sí y que los actores vean a los espectadores?, se preguntaba Richard Schechner en los setenta, cuando teorizaba sobre lo que llamó su teatro ambientalista. Canale va más allá y logra que, por momentos, los actores sean los espectadores y que nosotros, los espectadores, actuemos, comamos, bebamos, murmuremos por lo bajo o crucemos miradas seductoras entre nosotros, o con los actores. Estamos todos sentados a la misma mesa. Bebemos el mismo vino. Comemos la misma comida. Estamos, de verdad, todos reunidos aquí y ahora, en el Abasto Social Club, en Buenos Aires, un domingo por la noche.

Al diluir la división entre personajes, acciones y espacios, Canale logra que nos involucremos más profundamente en el ritual, no de manera que la acción nos arrastre –como sucede en las salas convencionales, donde la empatía sin fondo es realzada por la oscuridad, la distancia, la soledad en medio de la multitud y la comodidad regresiva– sino a través de una experiencia de tipo interior y exterior, una alternación rápida y a veces vertiginosa de empatía y distancia.

El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores, escribió Carver. Aun a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores, concluyó. Podríamos aplicar la misma máxima a los directores de teatro. El buen puestista no necesita de efectos especiales para emocionar a sus espectadores. Para eso ya tenemos el cine. El teatro es otra cosa. No podemos permitirnos que el espectador desconecte su atención y se ponga a pensar en si pagó o no la factura del cable. Hace falta agarrarlo en sus partes íntimas y no soltarlo durante toda la función. Ese es el reto. Emocionar a partir de lugares comunes. Sumergirse en la poética de la vida cotidiana. Una vez atrapados, una vez inmersos, vemos incluso esos caballos de la finca de Córdoba, o esa luna que ilumina la reconciliación de los amantes. Está todo aquí, en los libros de Carver diseminados por las mesas, en los acordes del guitarrista ocasional, en las empanadas que circulan entre las páginas de una obra que se propone transformar el solitario gesto de leer en un apasionante ritual teatral compartido.

 

Parte de este mundo, dramaturgia y dirección de Adrián Canale, Abasto Social Club, Buenos Aires.

 

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