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TEATRO

El panorama teatral actual es fructífero en propuestas tendientes a replegarse en el yo, en la historia mínima, personal, y en más de una ocasión, a cierto solipsismo. Una zanja en el campo, un poco a contracorriente, propone en cambio hacer ficción con la historia de nuestro país sin renunciar por ello a la experiencia íntima. De padres difuntos y herencias familiares estamos hechos todos, y aquí esto se relata a través de la suerte de una chacra familiar, situada en plena pampa húmeda, muy cerca de esa ignominiosa muralla invertida, vergüenza olvidada, que Adolfo Alsina mandó a cavar para avanzar sobre las tierras y las vidas de los pueblos originarios.

Borges señaló alguna vez que ser argentino es una fatalidad y que lo seremos de todos modos, no importa cuán cerca o cuán lejos pretendamos estar del “color local”. En la nueva obra del dramaturgo Marcelo Pitrola, la potencia de los parlamentos toma el “color local” y lo vuelve carnadura. La pequeña historia, la de esas hermanas y de sus hijos e hijas que deben decidir qué hacer con los campos heredados, se asienta sobre la Historia con mayúsculas. El pasado de la Argentina no actúa como telón de fondo, mero cartón pintado, sino como un entretejido que expone la permanencia indefectible de las contradicciones que nos constituyen. Porque aquí asistimos al mismo tiempo al relato de la historia de esa familia y al de la construcción de nuestra identidad como pueblo, como nación. Una zanja en el campo cuestiona —nos cuestiona—, pero no da respuestas, ni lo intenta. Más bien, despliega la tensión dicotómica que desde los tiempos del cacique Coliqueo y del general Villegas nos recorre: indios/blancos, nómades/sedentarios, federales/unitarios, civilización/barbarie, campo/ciudad, América/Europa, memoria/olvido. Todas ellas y algunas otras constituyen oposiciones que durante años quizás se esconden, se ocultan, pero perviven y resurgen de tanto en tanto transmutadas, regurgitadas.

Entre esta obra y Lo que el río hace (el reciente suceso teatral de las hermanas Marull) es posible establecer más de un vínculo. Las dos presentan como excusa para la acción dramática la herencia paterna que debe resolverse. Cada una, a su modo y sin un atisbo de menoscabo, reivindica las idiosincrasias del “interior” de nuestro país. En ambas, además, no se trabaja con el distanciamiento emocional tan propio de mucho teatro contemporáneo; por el contrario, hay una vuelta a la emoción. Se recurre al humor para provocar irremediablemente la empatía, y la comicidad lograda funciona resaltando por contraste la carga emotiva de otros momentos. La diferencia entre ellas reside en que, en el caso de la puesta de Claudio Casariego, precedida por una dramaturgia sólida, se establecen vasos comunicantes entre la construcción de la identidad familiar y la historia de la consolidación de la identidad nacional, como si de dos caras de una misma moneda se tratara, como si fueran dos facetas de un mismo todo que a la vez se condicionan y se repelen. Lo que une las dos obras, la ausencia del progenitor, esa presencia fantasmal, reverbera distinto en el fuera de campo de Una zanja… cuando la mítica figura patriarcal se funde en/se confunde con un Estado déspota y oligarca.

De una estructura general rapsódica, la brevedad de las escenas otorga al espectáculo un ritmo sostenido que requiere de la conjugación de espacios dramáticos y de la entrada y salida constante de los personajes. A pesar de las limitaciones físicas del pequeño escenario, la puesta en escena y la versatilidad del ensamble actoral salvan con ingenio lo reducido del campo para la acción. La musicalidad que deviene de ese ritmo intenso está plasmada, además, en la selección de ciertos vocablos, en las diferentes tonadas y en los diálogos cargados de humor (jugados como una suerte de punch line vernáculo, en particular en las hábiles manos de Cinthia Guerra). Finalmente, la rapsodia se lleva al extremo en el notable segmento rapero (muy bien resuelto por Marcos Ayala Ortiz), que, erigido como oda a Coliqueo y a lo telúrico, une trapdición y rap, el gaucho y el wacho, la biblia y el calefón.

Una zanja es una separación, es un quiebre, es esa línea que demarca un uno y un otro. Pero puede ser también, como lo sugiere la obra, las huellas perennes de un habitar en el mundo, la oportunidad de construir puentes entre las personas y entre las distintas generaciones, entre un pasado ominoso y un presente estanco. Quizás puede ser todo eso, pero es sin dudas una alerta que señala la fatalidad de una continuación.

Una zanja en el campo, dramaturgia de Marcelo Pitrola, dirección de Claudio M. Casariego, Machado Teatro, Buenos Aires.

31 Ago, 2023
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