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Toda biografía es una construcción retrospectiva: cada suceso del pasado completa un dibujo final, como si el tiempo tejiera su tapiz con una figura programada de antemano. La alternativa sería, probablemente, algo ininteligible, como suelen ser las vidas que no se narran. Es natural, entonces, que una biografía de Alberto Laiseca nos cuente el relato de la humanización de un monstruo, como si la vida del autor fuera el modelo del recorrido ético y estético del gordo Sotelo en El jardín de las máquinas parlantes o del Monitor en Los Sorias. Laiseca, el Maestro anuncia ya desde el título el punto de llegada de su figura, y sus autores se exhiben con orgullo como el resultado de esa vida. El libro fue escrito por “Chanchín”, un autor colectivo constituido por los seres humanos Selva Almada, Rusi Millán Pastori, Guillermo Naveira, Sebastián Pandolfeli y Natalia Rodríguez Simón, integrantes de uno de sus últimos grupos de taller literario que eligieron como nom de plume el apelativo cariñoso que el maestro utilizaba para nombrarlos. El cariño es el tono general del libro y, puede imaginarse, el legado final de un autor que describió en sus historias tantos imperios, guerras, mutilaciones y monstruosidades.
Laiseca, el Maestro alterna un recorrido estrictamente cronológico de la vida de Laiseca con escenas de sus últimos días, como maestro de taller, hasta que la muerte unifica ambas líneas temporales. Conocemos detalles de su infancia en Córdoba, entre la figura severa de su padre médico y las viejas vecinas brujas que le contaban historias de terror; podemos reconstruir las primeras lecturas, los múltiples trabajos, su extravagante entrada al “mundo cultural” a fines de los sesenta como un fantasma que cargaba paquetes con manuscritos que poco menos que obligaba a leer a sus ocasionales compañeros de mesa en el bar Moderno. Recorremos, finalmente, su última y extrañísima fama, ya no como escritor, sino como lector de cuentos de terror por televisión. Más allá de ser una lectura obligatoria para los fanáticos de Laiseca, el libro resulta ideal como entrada y estímulo para los que sólo lo conocen de oídas. El relato es construido a partir de anécdotas escuchadas al propio Laiseca, entrevistas a su familia y quienes lo trataron, reportajes gráficos o audiovisuales y deducciones que pueden extraerse de sus novelas que, por debajo de la máscara del “realismo delirante”, escondían alusiones a su propia vida. “Todo lo que cuento ahí es verdad”, decía Laiseca, señalando alguno de sus libros en que campean vurros, pelíkanos, golems, tanques de guerra grandes como ciudades y máquinas parlantes que sólo existen en el plano astral. Es cierto que un lector obsesivo quizás quiera distinguir las afirmaciones seguras de las extrapolaciones (¿se llamaban de verdad “Soria” los hermanos que arruinaban la vida de Laiseca en su primera pensión de estudiante?) pero el libro, con una generosidad poco común en nuestro más vale mezquino mundo editorial, incorpora una detallada lista de las fuentes de cada capítulo.
Laiseca, el Maestro, puede agregarse además a una serie de biografías que ofrecen otra mirada sobre la sociabilidad literaria en los años setenta. Como ocurre con el Marcelo Fox de Raia y Conde de Boeck, o el Lamborghini de Strafacce, a través de esta vida de Laiseca se puede espiar un mundo en el que la política no era, o no era todavía, la única fuente de sentido. Un mundo que además alternaba entre la cara luminosa de las fiestas y el Di Tella y la cara oscura del esoterismo, la magia negra y el suicidio. La vida de Laiseca, aun con la tristeza final que traen, inevitables, la vejez y la muerte, se pudo coronar con un libro que desde el placer mismo que provoca su lectura se exhibe como un acto amoroso: el Anti-Ser no la va a sacar barata.
Chanchín, Laiseca, el Maestro. Un retrato íntimo, Random House, 2025, 192 págs.
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