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La novela Utz carga con el peso y la densidad de un libro trabajado a lo largo de toda una vida. Porque se trata, en términos biográficos, del último texto publicado en vida por Bruce Chatwin antes de su muerte por el VIH-sida y de un material que condensa múltiples direcciones y rutas de sentido. Célebre más bien por sus crónicas de viajes —entre las que efectivamente destaca la excéntrica En la Patagonia (1977)—, Chatwin depositó en Utz un conjunto de claves para pensar la vida, la literatura o la pregunta por el lugar del arte. Defendida por Roberto Calasso —Utz, sin vacilar, encarna también la figura del “libro único” que el editor propuso para su colección de Adelphi—, es una suerte de perla largamente cincelada y, como los libros notables, mejora con el paladeo y el paso del tiempo.
El narrador, una suerte de Chatwin cronista transfigurado en testigo, tiene la voluntad de realizar un estudio de la psicopatología del coleccionista compulsivo. Su investigación lo conduce a la ciudad de Praga, en plena Cortina de Hierro, que, en el decir de un amigo del narrador, es “la más misteriosa de las ciudades europeas, donde lo sobrenatural era siempre una posibilidad”. De ahí que podamos, acaso, leer rastros más o menos esmerilados de otras escrituras y subproductos de la imaginación checa, menores al lado del proyecto de la gran literatura europea: la de Kafka, Hrabal o, más acá, los complicados universos animados de Jan Švankmajer. De esa forma, en 1967 —un año antes de la Primavera checoslovaca—, el narrador será conducido al encuentro de Kaspar Utz, un coleccionista decadente de porcelanas de Meissen instalado en el país soviético y que ha logrado reunir, hasta ese año, más de un millar de piezas apretujadas en un pequeño departamento de la ciudad. Esa pasión por el coleccionismo en épocas aciagas, hostiles, teñida de una fuerte ambigüedad sexual, nos arrastra más allá de aquel Utz que mantiene un repertorio de objetos preciados en plena Unión Soviética, nos lleva a leerlo en serie, por ejemplo, con colecciones como la de Charlotte von Mahlsdorf, mujer trans que defendió su acervo de arte alemán del siglo XIX mientras veía avanzar a los nazis.
A propósito de las colecciones, señala Benjamin que es preciso considerarlas siempre a la luz de un hechizo particular, un círculo mágico, impregnado el devoto de aquel escalofrío que suele recorrer el cuerpo detrás de cada nueva adquisición. Sin duda, en una tensión dialéctica entre orden y desorden, aquí la colección parece envolver y acompañar la vida entera de este hombre para ornamentarla. En un episodio, por ejemplo, se narra cómo Utz llega a una porcelana de la commedia dell’arte que contrasta con la “epidermis verrugosa del intermediario”, ya que “a los hombres más feos les gustaban los objetos más bellos”. Frente al rigor y la austeridad de estilo soviético, el coleccionista debe velar por la integridad de una colección que ha prometido, no obstante, donar a los museos una vez muerto. Dice, en una de las líneas más memorables del libro: “Los objetos son el espejo inmutable en el que vemos cómo nos desintegramos. Nada es más envejecedor que una colección de obras de arte”. Lo que resguarda Utz, sin duda, es esa parafernalia de la cultura material de la alta burguesía desarrollada en el marco de la mejora de las líneas de producción, una panoplia de formas que decoraron las casas más nobles y distinguidas y que nos hablan de cómo se ve y se mira a sí misma esa cultura burguesa. Este “libro único”, una oportuna contribución de Pinka al panorama literario local, nos lleva a pensar en el lugar del arte, de la fuga, del artista, el adorno y la belleza en un mundo hostil.
Bruce Chatwin, Utz, traducción de Eduardo Goligorsky, Pinka Editora, 2025, 128 págs.
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