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Un amor de archivo. Sobre Fragmentos de una biografía amorosa de Chloé Barreau

DISCUSIÓN

 

Nadie sabe nada de su propio amor

Rafael Berrio

 

Que reste-t-il de nos amours?” (“¿Qué queda de nuestros amores?”), se pregunta Charles Trenet en una célebre canción utilizada por François Truffaut para la banda sonora de su película de 1968 Besos robados. La respuesta, de acuerdo con el estribillo: una vieja foto de juventud y un recuerdo que persigue sin cesar. Retórica al margen, ¿qué queda, real, materialmente, de nuestros amores? Unos, en el afán de acelerar los duelos, queman (o quemaban, en lejanas eras analógicas) fotos y cartas; se desprenden de todo objeto relacionado con el ser que, por obra de la ruptura amorosa, devino un espectro amenazante. Otros guardan —guardamos— todo. Las cartas, las postales, las fotos (impresas, en los discos rígidos de computadoras obsoletas, en alguno de nuestros etéreos sistemas de almacenamiento actuales), las entradas al cine y a recitales, los tickets de los bares, las moneditas sobrantes de viajes al extranjero, los diarios íntimos, los imanes de heladera, los libros firmados, fechados y subrayados con la letra del otro, la bisutería de dos pesos con cincuenta, la prenda de ropa olvidada en el fondo de un cajón, los pelos pegados a la pared del baño, los tampones ocultos en el botiquín, los cepillos de dientes desflecados.

Algunos acumuladores románticos logran justificar este tipo de neurosis en una misión artística. Desde sus días de bachiller en el exclusivo liceo Henri IV de Paris, Chloé Barreau no ha parado de registrar las secuencias de su vida amorosa, filmando con su videocámara a sus novios, chongos, filos —hombres y mujeres con quienes compartió desde aventuras fugaces hasta convivencias pseudoconyugales—, construyendo así, a lo largo de treinta años, el archivo sentimental que sería la materia prima de una película futura. Es el gesto proustiano por excelencia: la obra que se fabrica con la materia de la propia vida; la obra que se confunde con la propia vida.

Fragmentos de una biografía amorosa (Italia, 2023), estrenada en Francia y España en 2025, es esa película prometida, esperada, esa Recherche du temps perdu del cine de nuestros días. Al igual que Stardust Memories, documental de 2008 en el que Barreau evocaba un mítico local nocturno del Trastevere, donde —por entonces, una joven expatriada parisina— conoció los fulgores de la Roma de fines de los años noventa, Fragmentos es en gran medida una home movie fruto de un montaje de registros audiovisuales caseros. Pero a diferencia de ese proyecto anterior, en este último largometraje Barreau no asume la voz de la narración, sino que decide entrevistar a los protagonistas a través de un tercero —la periodista Astrid Desmousseaux—, con el fin de no condicionar a (o colisionar con) los entrevistados. Es como la noche de los muertos vivos, pero con ex parejas en lugar de zombis.

El film, como un prontuario amoroso, podría dividirse en temáticas —los amores necesarios y los amores contingentes, conforme a la prédica sartreana— así como en capítulos con nombre propio: Sébastien, Jeanne, Laurent, Ariane, Rebecca, Anne, Jean-Philippe, Anna, Bianca, Marina, Marco, Caroline. Los ex no se conocen entre sí (aunque entre ellos se cuenta una célebre actriz y modelo de Chanel, una directora de cine, una escritora), y cada uno narra un fragmento de ese relato que, por interpósita persona, los liga afectiva, carnalmente. El montaje de testimonios y de registros del pasado da cuenta de una cronología y de un itinerario geográfico: Barreau cambia de país (de Francia a Italia) y de lengua (me refiero tanto al idioma como al órgano del cuerpo humano), y en la línea de puntos que conecta una historia con otra (el comienzo de una a menudo coincide con el final de otra, cuando no se superponen) se dibuja una curva que va de la amistad al sexo, del sexo al amor, y viceversa.

La fidelidad histórica de los testimonios no es relevante. Acá no hay un crimen que elucidar ni un culpable que condenar, aunque nunca faltarán espectadores tentados de juzgar moralmente la conducta sexoafectiva de los personajes. Tampoco interesa cuál de todos esos microrrelatos dice más acerca de la verdadera Chloé. Si la escritura de una biografía se vale no sólo de hechos sino también, y fundamentalmente, de representaciones acerca de lo vivido —recuerdos, fantasías, ¿ficciones?—, a la biografía amorosa, cuyo insumo básico es lo sentido, le basta con aspirar a una verdad poética, a una cierta esencia del biografiado. Es a partir de esa inflexión estética que el film de Barreau bascula del registro documental hacia el campo novelístico, salvando al proyecto de empantanarse en la melaza de otro egotrip insoportable. Porque si, apelando al Barthes de El grado cero de la escritura, la novela es una muerte que hace de la vida un destino, el que se vislumbra en Fragmentos de una biografía amorosa, ¿no podría ser el nuestro? Es más: ¿no querríamos que ese destino sea, fuera ya, o hubiera sido, el nuestro?

Después de años de haber trabajado como productora creativa de trailers de películas, podcasts y spots promocionales para televisión, cuando se trata de crear deseo en el espectador, Barreau sabe lo que hace. Tardamos un rato en darnos cuenta —y está muy bien que así sea, que venga por sorpresa— de que estamos ante un film eminentemente erótico. Quizás sucede cuando nos percatamos de que cada uno de los personajes —de los cuales nadie tardaría en enamorarse, a tal punto son todos sexys, hegemónicamente bellos e intelectualmente irresistibles en su manera de des(a)nudarse en palabras frente a la cámara—, cuando nos percatamos, digo, de que cada uno de ellos se ha acostado con la misma persona; o quizás cuando no podemos esperar más para ver en la pantalla la frente, los ojos, los labios de esa Casanova de la que todos hablan, pero de la que sólo se nos concede una voz en off y, de vez en cuando, algunos flashes, como accidentales, de un rostro desdibujado en el fluir general de las imágenes de archivo. ¿Algo más sensual que lo que se puede ver pero no tocar? Sí. Lo que se hace sentir y está prohibido mirar.

El título original de la película (Fragments d’un parcours amoureux) connota a Barthes, claro —antecedente teórico ineludible de toda interrogación acerca del discurso del sujeto enamorado—, pero también cifra una relación particular entre amor, experiencia y memoria. Parcours, en francés (o percorso, en italiano), puede ser traducido como recorrido, itinerario, lo que hace pensar en la idea de viaje; pero parcours también puede ser entendido en tanto que trayectoria; como quien se refiere a la trayectoria de un artista, es decir, de alguien que practica un oficio a lo largo del tiempo. Solo que la Chloé Barreau de Fragmentos es menos una profesional que una yonqui del amor —y una bastante anacrónica, por cierto, en un tiempo en que el romanticismo se ve fagocitado por las reglas de la “responsabilidad afectiva”—. En efecto, los archivos retratan tanto a personas como épocas, y Barreau viene de un mundo que aún creía en el enamoramiento como empresa de alto riesgo, como agente del caos. (Para entender hasta qué punto esa sensibilidad está en las raíces de su educación sentimental, baste recordar que su padre, el párroco Jean-Claude Barreau, retratado en el documental La colpa di mio padre, de 2012, renunció a sus hábitos a los treinta y nueve años para contraer matrimonio con la madre de la directora, lo que desató una encendida polémica sobre el celibato de los curas en la Francia de los años setenta).

El gesto de hurgar en la memoria compartida de los amores idos también es peligroso. Barreau declara: “Atravieso el relato de aquellos a quienes he amado, intento rastrear mi recorrido amoroso. Ha de esperarse el vacío de la memoria o el retorno de las llamas. Asumo el riesgo”. Hay una (varias) historia(s) que no deja(n) de escribirse: le passé ne passe pas, como dicen los psicoanalistas franceses. Algunos de los ex de Barreau tienen el aire triunfal de quien ha amado sin remordimientos, pero la cámara ilumina también a los caídos en combate; sospecha de los duelos presuntamente consumados, echa sal a la babosa del despecho; resucita una tristeza o un deseo que se niega a desalojar el cuerpo aún enamorado.

Por otra parte, se hace evidente que en materia de amores la experiencia acumulada no es garantía de aprendizaje (en el sentido pedagógico), sino más bien todo lo contrario: cuanto más se ha amado, menos se comprende acerca del propio amor. Fragmentos de una biografía amorosa es una película para aquellos que, con cada nuevo partenaire, repetimos viejas mañas, las inseguridades de siempre, las demandas nunca satisfechas (esas que, sabemos, son imposibles de satisfacer); y para quienes preferimos mantenernos eternos principiantes: en vez de dominar el arte, ser dominados por él, teniendo, como única certeza, la ignorancia que hace posible volver a enamorarse, como adictos controlados que se cuidan de la sobredosis, esperando una próxima inyección de la única droga que los mantiene vivos.

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