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No hay voz coral ni protagonista individual. En El repartidor está en camino, documental que tuvo su estreno mundial en el prestigioso festival suizo Visions du Réel, la figura del trabajador inmigrante en bicicleta se multiplica y se diluye: lo que vemos no son historias personales, sino una maquinaria social funcionando con precisión deshumanizada. Martín Rejtman, en su segunda incursión documental luego de Copacabana (2006), no intenta explicar ni denunciar: simplemente observa, registra con distancia e instala una pregunta muda sobre las condiciones materiales impuestas por la pandemia que se extienden hasta nuestros días.
La singularidad cándida de los personajes rejtmanianos es aquí refrenada al límite, y el ojo del documental opta por un recorte social que manifiesta, con la suficiente lejanía como para identificar la superestructura precarizada y precarizante detrás de la alienación, un mundillo de pasiones tristes habitado por criaturas con cascos, camperas fosforescentes y mochilas cúbicas, como abejas obreras. Raza de hombres-marca: los Rappi, los Glovo, los UberEats, PedidosYa. Por ahí se cuela, como anomalía mínima, un individuo Freddo, cuya presencia no singulariza, sino que resalta, por contraste, la estandarización general del enjambre.
Si en clásicos rotundos del cine argentino como Silvia Prieto (1999) y Los guantes mágicos (2003), o en la reciente La práctica (estrenada el año pasado, al igual que esta), los personajes están en presente y “a disposición” —como lo ha afirmado el propio director en varias entrevistas—, aquí no dejan de estarlo, pero ya no en vínculo con su entorno ni con los otros, sino a disposición —también en el presente, pero de la supervivencia— de la oferta y la demanda. La poética formal se mantiene intacta: planos únicos, frontalidad, travellings de acompañamiento laterales, objetos concretos y coloridos; aunque en este caso lo llamativo sea el colorado de Rappi o el amarillo chillón de Glovo.
Lo que más se extraña es el inigualable diálogo rejtmaniano, imposible debido al barbijo pandémico o a la soledad del oficio. La conversación es reemplazada por el silencio, único protagonista de la película, cuando no por audios monologales de WhatsApp en los que, lejos de disfrutar la cadencia o la idiosincrasia venezolana, se reafirma la intranquilidad económica que, ni siquiera pensando en vacacionar, deja de ser sobrevida y no vida.
El filme, a la mitad, viaja a Caracas, no como un respiro de Buenos Aires, sino como una comprobación de modelos urbanos con dinámicas de explotación similares. Tampoco se trata de denunciar el éxodo venezolano ni de matizar la situación social de ese país. Más bien, llegado a este punto, lo que parece mover a Rejtman es una auténtica curiosidad de ladrillos, tejas y asfalto.
La película es, en una palabra, aburrida. Pero del mismo modo en que puede serlo Jacques Tati en sus momentos más elevados de silencio y contemplación urbana. Sin alcanzar el delirio futuro-arquitectónico de Playtime (1967), ni la orquestación automotriz de Trafic (1971), Rejtman, como Tati, enfría su sensibilidad y aleja el ojo hasta convertirlo en una suerte de diagrama cívico: un plano compartimentado, atento a los detalles geométricos, mecánicos (digitales) y a las intrascendencias luminosas que, sin estridencias, terminan por universalizar a los individuos.
Quizás el silencio más insoportable de la película sea el de las transacciones de productos y de dinero en la portería de los edificios. También resulta ensordecedor el solitario e impersonal curso de capacitación que deben hacer los repartidores para Rappi desde una aplicación; es decir: no hay mediación humana ni siquiera en Recursos Humanos. Por lo demás, es muy curioso que en esta película de Rejtman, segunda no-ficción, abunden los tiempos muertos, o en realidad, solo existan los tiempos muertos.
Se sabe que en sus ficciones él evita por todos los medios las escenas de transición. Tanto es así que esa autorrestricción formal —donde, por ejemplo, dos personajes que en una escena se acaban de conocer, a la siguiente ya están viviendo juntos— es uno de los rasgos más entrañables de su poética. Más allá de la ligereza dramática que implica y del sutil efecto cómico que produce, la causalidad elipsada de Rejtman, la disposición azarosa de los personajes que se abrazan a cualquier posibilidad y que permite a sus películas hacer asociaciones y digresiones maravillosas, constituye en sí una declaración de principios acerca del flujo vital.
Todo lo contrario ocurre en El repartidor está en camino, donde la espera se confunde con la acción del trabajo, la causalidad es mecánica (sin transformación), y, en una película ante todo callejera, se impone una sensación de estancamiento muy triste. Y perdón por la reiterancia en el sentimiento, pero es que, sin temor a equivocarme, se trata de la película más triste de Martín Rejtman. ¿Dónde pueden estos jóvenes hallar, en su día a día de bicisendas y porteros eléctricos, de cajas registradoras y estacionamientos, dónde puede haber lugar para el acontecimiento?
Walter Benjamin dice que el aburrimiento es el pájaro que incuba el huevo de la experiencia. Sin embargo, a partir del retrato descarnado (y aburridor) que hace Rejtman, cuesta imaginar que algo productivo o enriquecedor pueda emerger de la rutina embotada de estos repartidores. No es muy original concluir que la alienación no hilvana relato alguno. Pero es que en esta etapa de aceleracionismo capitalista en la que estamos hasta las manos, y donde ya no nos reifica un empleo asfixiante de ocho horas, con jornadas fijas y una división clara entre lo íntimo y lo público, sino la liquidez miserable del pluriempleo —en este contexto, donde hasta el ocio fatiga—, no hay respiro social (porque los amigos son los repartidores), ni contención familiar (porque están lejos), ni tampoco pasatiempo ni deporte (los repartidores tienen varios: desde el béisbol y las artes marciales hasta el hip-hop) que valgan. Si la bicicleta en sí ya no emancipa —al contrario—, no hay razón para creer que exista, para ellos ni para nosotros, tal cosa como un tiempo libre; libre de conectividad y de transacciones, en el que incubemos la experiencia.
Menos mal que existen artistas de la talla de Martín Rejtman, que incluso en su versión más seca, triste y silente, nos ofrecen la posibilidad de aprender a estar, en camino.
El repartidor está en camino (Argentina, 2024), guion y dirección de Martín Rejtman, 82 minutos. Única función especial en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, Buenos Aires, el jueves 18 de septiembre, 20.30 horas, después de su estreno mundial en el festival Visions du Réel.
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