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La obra de Jane Brodie (Filadelfia, 1967) se caracteriza, en términos de materialidad y concepto, por moverse con agilidad y sutileza entre los polos de lo infraleve (cinta de embalar, acetato, film, papel) y lo ultradenso (cemento, baldosas, brea, troncos), a través de la selección y disposición de materiales usados y encontrados, que nos son presentados en estado de condensación, despliegue o dispersión.
Explora, en suma, la intensidad y la potencia de sentido remanentes en unos restos que parecieran irrumpir en el espacio de la galería o el museo sin dejar de ser ellos mismos, y a la vez, someten al espectador a esa ambigüedad imposible de resolver que suele anidar en lo informe, y que lanza al mundo una pregunta sin respuesta porque, particularmente en el caso de Brodie, tampoco busca justificación en la facilidad del gesto “poético” de los materiales, aun cuando las cualidades físicas de los elementos puedan estar en primer plano o exponerse en configuraciones más o menos regulares. Se trata, en su caso, de preservar la crudeza y la capacidad intrusiva de esos cúmulos y formaciones, y de sus presencias mudas, que inciden en el espacio en el que se sitúan y que en cierta forma contribuyen a puntuar, como una cicatriz o lo que queda de un proceso que bien podría ser poco virtuoso y bastante ciego: una fuerza mecánica de ruptura o plegamiento, una aglutinación casual, un expandirse hasta sus límites, o ser simplemente la obra del tiempo. Sólo podemos conjeturar sobre los posibles agentes y sus modulaciones —presión, temperatura, torsión, exposición, abrasión— que operaron, con paciencia o con violencia, para arribar a estas formas finales que sólo parecen referirse a sí mismas.
En Dreams by Jane Brodie, su última muestra, la artista volatiliza aún más los procedimientos de los que obtiene su obra para quedarse con un destilado que trabaja sobre otra materia encontrada, recurrente y en este caso íntima: el relato de sus sueños, registrados en el momento del despertar, en forma de grabaciones en las que su propia voz, aún sumergida en la materia onírica, lucha por extraer el hilo de un relato, en el que la lógica y la sintaxis son convocadas de urgencia pero no pueden garantizar del todo el orden del discurso porque todavía están semidormidas.
Como lo explicó magistralmente Oscar Steimberg en un ensayo publicado en esta misma revista, el despertar constituye un género en sí mismo, y es a la vez el momento de confirmación de un ordenamiento social a través de toda una grilla de géneros mediáticos que articulan la vigilia y reconstruyen diariamente la trama de lo cotidiano. “El relato del sueño reciente”, sostiene Steimberg, “ha quebrado la comprensibilidad, la previsibilidad y la lógica de las representaciones de lo cotidiano”, y la voluntad de narrarlo busca “conjurar los efectos del soñar con su centro singular e intransferible”. Brodie hace su aporte a esos géneros del despertar mediante la autoexposición psíquica de una voz, la suya, cuyo cuerpo soñante no vemos pero que se manifiesta en un decir vacilante y laborioso, para dar cuenta del trabajo del sueño.
Freud llamó pictografía al contenido manifiesto de lo soñado, para enfatizar su condición a la vez interpretable y visual, cuyos signos se corresponden con los del contenido latente. Pero Brodie, que además de ser artista visual tiene una larga práctica como traductora del castellano al inglés, no busca interpretar sus sueños ni erigirlos en símbolos personales o colectivos, sino que centra su interés en la fragilidad de la voz al exponerse en ese umbral, a medio camino entre el sueño y la vigilia, y en la imposibilidad de la tarea de traducción entre esos dos órdenes. Doble traducción, por otra parte, porque sus sueños están narrados en inglés, y luego traducidos al castellano, en correspondencia con la condición de expat de Brodie, quien vive en Buenos Aires desde hace tres décadas, lo que también la convierte en habitante permanente de otra frontera semiótica, que está habituada a cruzar en uno y otro sentido.
Brodie sueña con la Casa Blanca y con una choza en Misiones, con una iglesia en la calle Tulpehocken en Filadelfia, con un bar que es una mise en abyme de un sueño anterior, con Donald Trump y con inquietantes mass shootings rodeada de mujeres aborígenes, con extraños cajeros automáticos que funcionan como oráculos o inteligencias artificiales, con amigos, parejas, viajes y trabajos imperiosos. Las peripecias de lo soñado siempre fascinan, pero en esta obra son secundarias.
Según la teoría freudiana, el sueño es eminentemente visual: los pensamientos oníricos se traducen a imágenes seleccionadas por su “representabilidad”, y las imágenes del sueño son traducidas a su vez a texto y narración, que ocultan las pulsiones y restituyen lazos lógicos mediante la elaboración secundaria que ocurre al despertar. Pero los sueños de Jane Brodie se ofrecen al espectador en una suerte de cine sin imágenes que remite a los dispositivos letristas y situacionistas: una instalación de dos pantallas negras enfrentadas, con subtítulos —esa operación de traducción tan central al cine y a su circulación universal— en inglés y en castellano respectivamente, y un relato en formato voice-over, en el que el “grano de la voz” aflora como material principal en la penumbra de la sala.
Así como Joseph Beuys postulaba una “escultura social” en referencia a estructuras artísticas que incorporan acciones, conceptos y objetos para construir alegorías o ejemplos prácticos del cambio social, también podría pensarse en Dreams by Jane Brodie como una escultura, en este caso subjetiva, que manifiesta de modo psíquico-sonoro el dictum joyceano sobre la historia —la época— como esa pesadilla de la que todos estamos, de una u otra forma, tratando de despertar.
Jane Brodie, Dreams by Jane Brodie, curaduría de Mariana Obersztern, CCK, Buenos Aires, 11 de mayo – 2 de julio de 2023.
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