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El campeón de los fantasmas

Fabio Kacero

ARTE

No contento con su célebre intervención de la Mona Lisa, en diciembre de 1919 Marcel Duchamp creó una obra todavía más capciosa al borde del franco delito. Por todo pago a su dentista, le entregó un cheque por ciento quince dólares, escrupulosamente copiado del de un improbable banco neoyorquino —“The Teeth’s Loan & Trust Company Consolidated”—, cruzado y sellado “Original”. Claro que Daniel Tzanck, que además de su dentista era un sofisticado coleccionista de arte, no dudó en aceptarlo, sospechando que no sólo había recibido en pago un ingenioso ready-made “rectificado e imitado”, sino también una firma original. Lo conservó, de hecho, durante veinte años, hasta que el propio Duchamp se lo compró para incluirlo entre las miniaturas de su obra que reunió en la Boîte-en-valise. Más le hubiera valido conservarlo un poco más.

Un siglo más tarde, Fabio Kacero multiplica el fraude en una obra más minimalista y sin embargo más monumental. Copia las firmas de ciento ochenta y dos artistas, escritores, críticos, curadores y galeristas con cuotas variables de fama, a veces las retoca o incluso las inventa, pero invariablemente las firma al pie, para dar crédito a una obra hecha “en colaboración con vivos y muertos” o, en todo caso, de sus esmeradas dotes de falsificador. No sin sutil ironía, los pequeños dibujos dispuestos en largas líneas paralelas se pierden en el gran cubo blanco por lo demás vacío, pero la audacia del “campeón de los fantasmas” no sorprende. Lleva años empeñado en un ejercicio del auto-desvío (Detournalia se llamó su retrospectiva de 2014), y quizás por eso fue apartándose de la pura visualidad de la escultura de sus comienzos, hasta concebir la obra del artista-escritor. Un escritor sui generis, es cierto, si caben en la definición un inventor de palabras huecas, un autobiógrafo circunspecto que sólo lista nombres de personas que conoció, un creador de libros inexistentes, y hasta el autor de Fabio Kacero, autor del Jorge Luis Borges, autor del Pierre Menard, autor del Quijote, que redobla la proeza del francés, manuscrito por Kacero después de haber hecho suya la inconfundible letra de Borges, un precursor. Por si esos ejercicios excéntricos no fueran suficientes como credenciales del escritor, ha publicado ya tres libros de relatos y poemas, que a veces, como en este caso, inspiran las obras del otro, el artista. Pero afinando la puntería para dar en el blanco del guion, Kacero ha extremado ahora la operación, reduciendo la obra a la firma, ese mínimo garabato en que la escritura se funde con la obra visual. Menard prolífico y sintético, no sólo ha “copiado” las firmas, lo cual es fácil, un mero ejercicio de falsificación, sino que se ha desviado espectacularmente en los muchos nombres y obras que ha hecho propios rubricándolos.

Sus dotes mediúmnicas se potencian sin embargo en El monocromo del molinero, una tela pequeña de color rosa corroída por el tiempo, que se exhibe monásticamente sola, junto a las copias de un cuento firmado por Kacero-escritor. La tela, si damos fe al relato, sobrevivió a la destrucción de la obra completa del molinero del título que, habitado por cinco fantasmas de la pintura moderna y en la dirección inversa a Menard, pintó una obra imposible en el siglo XVII (“impar”, “asombrosa”, “irónica”, diría Borges), que se adelanta tres siglos a su tiempo. La distinción entre el artista y el escritor, entre la obra real y la ficción, la autoría y hasta la historia del arte se anudan en una maraña difícil de desenredar. Porque ¿quién firma la obra a fin de cuentas? ¿El molinero del siglo XVII? ¿Kacero, el artista-escritor del cuento? ¿O un plagiario adelantado o retrospectivo del monocromo rosa de Yves Klein?

La obra de un artista cifrada en el nombre, la flecha del tiempo enloquecida en saltos intempestivos y la muerte que fatalmente campea en toda la colección se aúnan por fin en Dear Friends, título convenientemente apropiado de la tira final de Peanuts o de Charles M. Schulz, su autor. En el video de una hora, Kacero no ha hecho más que montar clips de noticieros de todas partes que compendian vida y obra de una treintena de muertos más o menos célebres, democráticamente alcanzados por la guadaña y el popurrí colorido de la televisión. Y aunque el asunto es grave, Kacero consigue arrancarnos sonrisas frente a un desfile de fantasmas en el que Manuelita, Chespirito o los Picapiedras se reúnen con escenas de Chantal Ackerman o poemas de John Ashbery. Hasta su inimitable humor se afantasma en el montaje, sin restarle hondura al devaneo del que mira, piensa en finitud de todo, alto y bajo, en la ilusión vana del mito del artista y la propiedad, y hasta en la injusticia de una muerte inesperada que, en medio del cambalache, ha alcanzado a una joven artista-escritora argentina. En la vidriera irrespetuosa de la tele, se ha mezclado todo en el mismo despliegue de muerte insolente.

De ahí que, antes de abandonar la galería, conviene recordar al dentista de Duchamp. Porque, ¡atención coleccionistas! Quien se lleve una de las obras de Kacero, no estará comprando una firma sino, por el mismo precio, mucho más. Dos firmas, si vamos al caso, en las largas filas de los dibujos y ¡hasta tres! Tras el ya célebre R. Mutt “autor” del urinario, quién lo duda, se esconde el fantasma de todos los fantasmas, Marcel Duchamp, ausente con aviso, redivivo en la firma de su heredero autóctono más consecuente y genial.

 

Fabio Kacero, El campeón de los fantasmas, curaduría de Francisco Garamona, Ruth Benzacar, Buenos Aires, 22 de junio – 27 de agosto de 2022.

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