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A mediados de los años cincuenta, de manera simultánea, en Europa, Estados Unidos y Sudamérica, los pulsos lejanos emitidos décadas atrás por las vanguardias históricas de principios del siglo XX retoman su actividad, sacudiendo al arte moderno, en buena medida ya consagrado y museificado, para actualizar los programas de revulsión cultural y experimentación que proclamaban sus manifiestos y acciones. El relevo vino de una constelación de proyectos estéticos y vitales conocidos como neovanguardias, entre los que se destacan movimientos como Fluxus, y el activismo de figuras nodales como John Cage. Fueron, como afirmó Augusto de Campos, “la radicalización de una radicalización”, y el nuevo espíritu de época se enfocó en construir un inventario de procedimientos y formatos que tienen en común su interés en los procesos por sobre los objetos, la erosión de la sintaxis, la participación de los espectadores y particularmente lo que Dick Higgins describió en 1965 como la condición intermedial: obras y modos de hacer ubicados entre diversos medios artísticos/lenguajes semióticos. Es decir, todo aquello que luego pasaría a denominarse —con generosa amplitud— “campo expandido”, y que Rosalind Krauss definió como el socavamiento de las relaciones estables entre los soportes técnico-materiales y las convenciones de los géneros artísticos, lo que determina su pérdida de especificidad y pureza en pos de la hibridación y la improvisación.
Entre esas intersecciones de la experimentación neovanguardista, se encuentra la poesía concreta, cuya historia oficial indica que surgió promediando la década del cincuenta de modo simultáneo con tres fuentes distintas: el grupo Noigandres en San Pablo, Brasil, integrado por los hermanos Augusto y Haroldo de Campos y Décio Pignatari; el poeta suizo-boliviano Eugen Gomringer, residente en ese entonces en Alemania; y el sueco Öyvind Fahlström (quien pasó su infancia en Brasil), en Estocolmo. A ese triple hito con conexiones sudamericanas podría sumarse con todo derecho un artista multifacético que comenzó en el mismo período, y desde La Plata, a explorar todas las variantes de la poesía experimental entre muchas otras actividades, y que solo recientemente comenzó a recibir la atención y el reconocimiento que su obra merece: Edgardo Antonio Vigo (1928-1997).
Podría definirse a Vigo como una cohorte entera de movimientos de vanguardia concentrados en una sola persona: poeta y artista, activista, multiplicador y difusor capaz de contagiar experimentación a todo lo que tocó (y señaló). Un viaje a Europa en 1953, y su amor por Marcel Duchamp, traducido tempranamente por su esposa Elena Comas, lo llevan a Fluxus, al arte correo, del que fue un pionero indiscutible, y a convertirse en una “usina permanente de caos creativo”, lo que incluye la edición de revistas legendarias como DRKW, WC, Diagonal 0 y Hexágono ‘71, en las que publicó textos de, entre otros, Higgins, Ben Vautier y Robert Filliou, y en torno a las cuales se nuclearon artistas que lo consideraron su maestro, como Luis Pazos, Carlos Guinzburg, Jorge Luxán Gutiérrez y Omar Gancedo.
Una producción tan diversa y proliferante como la suya siempre contiene aspectos poco conocidos e indagados, y uno de ellos es la dimensión sonora de su obra. Vigo y el arte (in)sonoro, un libro que condensa la investigación intensiva de Julia Cisneros, Alan Courtis y Julio Lamilla en el archivo del artista, que constituye el núcleo del Centro de Arte Experimental Vigo, viene a poner en foco las múltiples y originales relaciones de su obra con el sonido y el arte sonoro.
El empleo del prefijo “in-” en el título del libro y a lo largo de él, en su uso que denota negación o carencia, presente en numerosas obras y proyectos de Vigo, fue adoptado por los autores para destacar el carácter paradojal de la relación del artista con lo sonoro, que fue conceptual, oblicua, no-coclear (equivalente al arte no-retiniano de Duchamp), y también no autónoma sino conectada con las múltiples hibridaciones que atraviesan su obra, incluyendo propuestas para una escucha desplazada e incluso imposible, es decir, imaginaria, y la incorporación de entornos sonoros urbanos en sus intervenciones y señalamientos en el espacio público.
El interés de Vigo por lo sonoro, despertado tras asistir a un concierto de música concreta y electrónica en París, sigue por otra parte el patrón de las otras ramas de la poesía experimental ya citadas: los Noigandres mencionaban como influencia a Webern, Boulez y Stockhausen, en tanto Fahlström aseguraba basarse en procedimientos de Pierre Schaeffer.
Vigo fue un artista que hizo del registro de sus acciones y proyectos un aspecto central de su obra, por lo que Cisneros, Courtis y Lamilla logran ampliamente su objetivo de relevar e interpretar la dimensión sonora de aquella mediante una exploración a fondo de su archivo, un depósito vasto y vivo de materiales a la espera de ser activados. Este archivo contiene secciones cronológicas organizadas por el propio Vigo bajo el nombre de Biopsia, con un índice que clasifica trabajos, muestras, artículos, catálogos, fotografías, manuscritos, correspondencia, etc., y contiene además materiales hasta ahora inéditos, susceptibles de ser interpretados y cruzados con otras producciones de la época y del artista, tanto a escala regional como internacional, algo que los autores del trabajo realizan de manera minuciosa y sistemática. Así, se describen y analizan en detalle, entre otras, obras como Guitarra onírica (un objeto geométrico de maderas con cadenas como cuerdas), los Collages musicales (piezas gráficas en las que aparecen instrumentos, notación musical y alusión a diversos géneros musicales, y que podrían pensarse como partituras), Disco imposible y Poemas (in)sonoros, dos “discos” literalmente insonoros que aluden conceptualmente a lo fonográfico, pensados para ser manipulados y mirados. Pero también la única obra propiamente sonora de Vigo: Homenaje a una pensión de estudiantes (1969), una pieza de siete minutos en cinta magnetofónica, en la que utiliza una radio, un micrófono, una máquina de escribir y un tocadiscos para producir un collage sonoro con pocos antecedentes para la época a nivel local.
Otro de los notables hallazgos de la investigación para este libro es el relevamiento del material del archivo de Vigo que testimonia el cruce entre las redes internacionales de arte correo, de las que el artista platense era un animador incansable, y la cassette culture, una red de intercambio de casetes de audio autoeditados que tuvo su auge en los setenta y ochenta, primero como parte de la escena post-punk y luego del noise. En la Audiovigoteca, la sección del archivo que alberga los materiales producto de estos intercambios, hay envíos de artistas sonoros e importantes figuras del noise y la música industrial como Génesis P-Orridge y Cossey Fanni Tutti, de Throbbing Gristle; de GX Jupitter-Larsen y del músico japanoise Merzbow (Masami Akita), entre muchas otras, además de partituras gráficas y proyectos de música visual. El rastreo meticuloso de todas las conexiones de Edgardo Vigo con las diversas vertientes y variantes de lo experimental sonoro, tanto contemporáneas al artista como posteriores, convierte a este libro en un valioso aporte a la historia del arte sonoro en la Argentina.
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