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El salón de los caprichos

Max Gómez Canle

ARTE

Cuando Jorge Romero Brest anunciaba, sobre el final de los años cuarenta, que ya no se molestaría en seguir escribiendo sobre un poco significativo Salón Nacional, se adelantaba a las actas de defunción que empezarían a ser firmadas con respecto al Salón como espacio discursivo. Hasta ese entonces los salones habían sido el instrumento de representación para una république des arts que duró menos de tres siglos. Desde que el corpus de los salones dejó de ser ante todo un cuerpo político, la rutina se cumple con un atavismo que, lejos de ser inocuo, tiene consecuencias efectivas sobre la producción artística. Acaso la posibilidad de exponer esa inercia empiece con el retorno intempestivo del mismo Salón en algunas formas de la imaginación artística.

Ese regreso espectral puede investir una utopía retromoderna de comunidad (pienso en el Salón de Arte Chico curado por Juan Laxagueborde) o, de modo más circunscripto, certificar el contrato de lectura para una obra que todavía se puede llamar posmoderna como la de Max Gómez Canle. La ficción historicista que da marco a El salón de los caprichos nos recuerda lo que sabíamos: que su obra pide ser vista como el resultado de una conciencia irónica sobre la historia de la pintura. A esta comprensión le siguen las otras: el capriccio que a su manera designa cada una de las piezas nombra también el género pictórico que desafiaba el sistema de los géneros; risa sobre el dispositivo clasificatorio que se repite en cada nivel del framing curatorial: empezando por la desmultiplicación de un autor que deviene muchos y siguiendo con la enumeración hiperbólica en el catálogo de mano.

A esta altura, es bastante poco decir que la obra de Canle propone un discurso metahistórico sobre la pintura. Hay que añadir que para eso concentra su concepto sobre una única operación, aquella que la retórica antigua llamaba inventio y que los primeros tratados del Renacimiento traducían por invenzione: la pintura como el descubrimiento de temas que logren excitar la capacidad de sorpresa en sus espectadores. Ahora bien, esa caza furtiva de la novedad no encuentra su sitio, como para los antiguos maestri, en el espacio arqueológico de la biblioteca, sino en el que delimita la historia misma de la pintura.

Si para encontrar la invención los pintores renacentistas tenían que darle vivacidad a la palabra escrita, Canle organiza la vida de las formas abstractas. Es el viejo tema de Pigmalión: la figuración que, de repente, se despierta y camina. Canle lo sobrepuja al proyectarlo sobre la historia de las vanguardias abstractas. De ese modo, los estilemas del arte concreto argentino mudan en repertorio iconográfico dentro de un escenario naturalista y los volúmenes puros  salen a hacer penitencia, como San Jerónimo en el desierto. Motivos medievales como el del monstruo o la maravilla aparecen cribados por el maquinismo moderno, el culto a la sugestión ilusionista y la multiplicación de vedute. Last but not least, el capriccio opera como un encuadre genérico que hace socialmente aceptable el egoísmo de un goce: el impulso de copiar un modelado de Malévich se convierte solamente en performance de género cuando es presentado como capricho.  

Mientras que la museografía es una humorada sobre el salón moderno, la curiositas con la que trabaja la invención pictórica va dos siglos atrás y evoca la cámara de maravillas del Humanismo. Esa identificación entre períodos heterogéneos abre una tensión que la muestra no resuelve y que acaso potencia el efecto de ostranenie surrealista. Al exponer los estratos temporales de la tradición, Canle funde también su imagen de autor con la del artista romántico que le recuerda al mundo las prerrogativas de su fantasía. El modo en que la obra entra en relación con ese sedimento arqueológico recorre una franja que no se termina de definir: entre la identificación encubierta como distancia irónica y el distanciamiento como intervención política.

 

Max Gómez Canle, El salón de los caprichos, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, 7 de marzo – 11 de agosto de 2019.

 

Imagen: “Ventana”, de Max Gómez Canle, óleo sobre tela (2009).

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