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“Si pudiera desear el futuro de la animación, estas imágenes serían su magnífico e impresionante comienzo”, dijo Guillermo del Toro sobre Flow. Y no se equivoca. La película letona, ganadora del Oscar a Mejor Animación, apunta al porvenir, pero no precisamente por su técnica —aunque su impecable, casi artesanal 3D, desarrollado con Blender, un software de código abierto y gratuito, es admirable— sino por la audacia de su representación. El título original, Straume (en letón, “arroyo”), transmite, con mayor precisión fluvial que su versión en inglés, la idea de un fluir incesante, una corriente de peripecias que arrastra toda la animación.
A medio camino entre el relato apocalíptico y el documental observacional de naturaleza, Flow nos sumerge en un diluvio universal contemporáneo, un mundo cubierto de agua donde la humanidad ha desaparecido. Su protagonista, un gato gris oscuro de ojos naranjas saltones, busca refugio en un pequeño barco. A lo largo del viaje, se une a otros animales, forzados a compartir el espacio y a encontrar una forma de coexistencia en medio de la incertidumbre. Pero la película de Gints Zilbalodis rehúye los clichés narrativos, especialmente en lo que respecta a las películas animadas de animales: la película carece de diálogos y sin embargo está llena de lenguaje. De lenguajes, para ser más precisos: el de cada cuerpo vivo que obedece a una lógica propia e irreductible.
La mayor virtud de Flow, aquello que, como imagina Guillermo del Toro, ve hacia el futuro de la animación mundial, es que la película letona no tiene un solo rastro de antropomorfismo ni de psicología. Los personajes nunca pierden sus instintos, ni sus movimientos solitarios, innatos a su respectiva especie; es decir: los animadores lograron ilustrar y animar —valga la redundancia, pues es un mérito que no ha de asumirse a la ligera— los fenómenos evolutivos y arbitrarios, estéticos y cinestésicos que conforman nada menos que el extraordinario misterio del reino animal.
Desde luego, el ojo humano es incapaz de escapar del todo a sus propias categorías y, tratándose de un gato de grandes ojos dorados, la imaginación emocional activa identificaciones inevitables. Sería sin embargo forzado, o al menos reduccionista, leer Flow a través de los valores que solemos proyectar en los relatos de este tipo: compañerismo, ternura, generosidad, compasión. El lémur que se observa en su pequeño espejo (el animal más próximo al primate y, por ende, al ser humano) parece ser la única imagen de ese narcisismo que nos define. Es natural que la película desprenda de sí las mejores enseñanzas e ideas, especialmente en los más pequeños, pero vale la pena reiterar que ese proceso reflexivo tiene más que ver con quien observa que con lo que Flow propone. Aquí hay emociones “humanas”, las justas para acompañar las peripecias y complacer a cualquier espectador, aunque, en su conjunto, la película retrata, sobre todo, la soledad de las especies.
Las escenas más deslumbrantes no son las de aventura, huida ni riesgo, sino aquellos momentos de provisional calma en los que los personajes navegan en el bote. Adentro, cada animal parece errático, aunque en realidad funcionan como una auténtica arca de Noé en miniatura: sus lenguajes chocan y conviven con sosegada indiferencia. En una película de DreamWorks o Pixar, los personajes estarían discutiendo en castellano sobre el mejor plan para atravesar el diluvio, con tazas de café o gaseosas con sorbete, anteojos de sol y abanicos, cada uno representando un arquetipo reactivo que los une como equipo pero que habilita los gags. En Flow, en cambio, el lémur se protege de las moscas y hace muecas con un espejo; el gato persigue el reflejo por toda la balsa, el perro busca sombra para refrescarse el lomo, el ave se posa en la proa, y el carpincho encuentra un racimo de plátanos.
Detrás está, por supuesto, la autopreservación, con su cuota de caza, recelo y violencia. Mientras que las narrativas para infancias suelen tener un trasfondo pedagógico y moralizante, Flow ofrece un mundo posible en el que no se construye una utopía, sino que se presentan sólo herramientas de supervivencia. Un modesto paso a paso vital que no nos salva del todo, ni a nosotros ni al planeta Tierra, pero que nos permite respirar y, en ocasiones, contemplar.
Flow (Letonia, 2024), guion de Matiss Kaza y Gints Zilbalodis, dirección de Gints Zilbalodis, 83 minutos.
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