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En el final de Sin destino de Imre Kertész, el joven personaje, György, vuelve a su casa en Budapest tras ser liberado de un campo de concentración. Ha sido prisionero en los lugares más viles, como Auschwitz y Buchenwald. Frente al dolor que muestran los otros al verlo, él mismo siente dificultades al comunicar su experiencia, que no termina de ser comprendida o dimensionada en su complejidad por los demás. También le cuesta formular un juicio del todo negativo respecto de su experiencia. Aún no ha elaborado su testimonio. En cierta medida, Tarántula se ubica en esa intersección entre narración y experiencia que ocupó enormes debates después de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Se trata de aquel binomio que examinó alguna vez Walter Benjamin al dividir narración de experiencia: después del horror de la guerra y del nivel de deshumanización, ya no se puede narrar. Los ex combatientes que volvían mudos del frente eran víctimas de una reducción de la experiencia, una pobreza en cuanto a lo que es posible decir.
Tarántula, no obstante, se enclava en otro tiempo y espacio —Guatemala, años ochenta—, pero parece bordear preguntas en torno a cómo es plausible narrar el horror. Halfon parte de un relato de infancia que bien podría alinearse con la autoficción: se trata de un campamento para niños judíos al que acude el protagonista, llevado por sus padres en una Guatemala convulsionada. Es la inestabilidad en materia social y política del país —los enfrentamientos entre militares y guerrilleros han irrumpido con furor e intensidad creciente en la capital— lo que ha conducido a que sus progenitores hayan elegido vivir en Florida, Estados Unidos.
Aquel campamento al que él y su hermano son llevados durante el receso escolar, majané en hebreo, se encuentra a cientos de kilómetros de la capital. Allí les enseñarán técnicas de supervivencia en la naturaleza. Sin embargo, conforme pasa el tiempo, el propio protagonista se ve atrapado en lógicas cada vez más siniestras: todo el retiro supone prácticas estrictas, un uniforme obligatorio —tilboshet en hebreo—, una bandera que deben proteger a toda costa, una formación marcial. A medida que el relato continúa, puede leerse entre líneas que estos niños están siendo preparados para el combate mientras aprenden órdenes en hebreo, saludos oficiales, posturas, es decir, son instruidos en toda una corpo-política propia de la preparación para la guerra. Señala el protagonista respecto del campamento: “Inculcar en nosotros no un judaísmo religioso ni un judaísmo laico, cosa que quizás me hubiese esperado; sino que todo el programa del campamento estaba diseñado para fomentar en nosotros el sentirse un judío entre judíos. Como miembros de un club privado. O como habitantes de una sola comunidad. O como ciudadanos obedientes y bien educados de un Estado, en este caso de un Estado sionista en plena diáspora del altiplano guatemalteco”. Uno de los puntos de quiebre en el texto ocurre cuando Eduardo, el protagonista, reconoce que el propio campamento ha montado la simulación de un campo de tortura nazi. En la actualidad, en París, el narrador se ve enfrentado a uno de aquellos instructores y allí el relato postula preguntas respecto de si “recrear un campo de concentración para niños judíos no era una especie de pedagogía negra o pedagogía venenosa”. El hombre, Samuel, le responde que el dolor no se siente si sólo es leído en un libro o escuchado por boca de otros. Que el dolor y la experiencia del holocausto sólo pueden empezar a comprenderse si acaso pasan por el cuerpo. Tarántula es, sin duda, un texto cuyo valor radica en seguir formulando de qué manera dialogar con los espectros de la violencia y la deshumanización del pasado que siempre acechan, qué lugar hacerles —si acaso es posible— en el debate contemporáneo y qué valor tienen, finalmente, los relatos que nos contamos y contamos a los otros de ese pasado tan doloroso.
Eduardo Halfon, Tarántula, Libros del Asteroide, 2024, 184 págs.
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