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Como sucede cada vez que un realizador oriental alcanza estrellato autoral, el tailandés Apichatpong Weerasethakul se lanzó a terreno occidental con Memoria, film que exhibe el semblante reconocible de Tilda Swinton con la selvática Colombia como escenario. El desplazamiento doble no deja de ser caprichoso y del todo adrede en virtud del desvío de un largometraje que pretende —en unos términos de ciencia ficción que no le son ajenos— llegar a donde nadie ha llegado antes.
El panteísmo mágico de films previos del director como El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas (2010) y Cementerio de esplendor (2015) alcanza visos poshumanos y materialmente extraterrestres en la cruzada de la pasajera en trance Jessica (Swinton), escocesa radicada en Medellín que se encuentra en Bogotá visitando a su hermana hospitalizada (Agnes Brekke).
La película comienza con un ruido seco que despierta a la protagonista, quien a partir de allí queda perturbada, ensimismada, como fuera de lugar. En la escena siguiente unos autos estacionados comienzan a hacer sonar sus alarmas y a encender y a apagar sus luces en un diálogo sordo de animismo de garaje que suena a Cars filmada por David Lynch, y toda Memoria seguirá reproduciendo esa dinámica intermitente por medio de recuerdos distorsionados, cuelgues repentinos y divagues perplejos por un mundo enajenado. Antropóloga metafísica, Jessica entra a morgues, palpa un hueso milenario, hojea un libro sobre hongos, contempla a un perro en una plaza, se sienta en un monumento, escucha un poema, recorre una muestra, asiste a un concierto, pasa por locales de ropa y de comida china.
Arte, ciencia, gastronomía, arqueología, toda dimensión humana remite de pronto a una sola superficie sonámbula, una codificación particionada a la que la propia Memoria suscribe en calidad de pieza autoconsciente de festival contemporáneo. No es extraño que Jessica padezca insomnio en un planeta de rituales herméticos donde hasta el sueño está regulado (a ella le recetan Xanax). Luz y oscuridad, conciencia e inconsciente, presente y pasado se descoyuntan a partir del trauma sonoro inicial, que es también la urgencia de una identidad reprimida que pugna por emerger.
Jessica procura recuperar ese sonido venido de ningún lado de manera artificial por intermediación del joven ingeniero sonoro Hernán Bedoya (Juan Pablo Urrego), con quien tiene una charla significativa de estudio que es también la de todo cineasta que plasma su visión con artilugios formales. La descripción de Jessica es elocuente: “Una bola enorme de concreto que cae en un fondo de metal rodeado de agua de mar”, “un estruendo del fondo de la Tierra”. Cassandra invertida, lo que Jessica busca nombrar es la inminencia de un apocalipsis prehistórico, un origen súbito que sólo puede irrumpir desde el más impredecible de los futuros.
Es el mismo técnico ahora transmutado en un artesano (Elkin Díaz) con dotes de Funes el Memorioso quien traza el puente con la extraordinaria segunda mitad de Memoria, que se sitúa en una naturaleza petrificada y al borde del susurro. En unos escasos planos de fragilidad conmovedora en que sobreviene el bálsamo de la muerte y se precipita una suave lluvia, ambos personajes finalmente recuerdan —a través del tacto, la vibración, la telepatía— que son más que humanos, y que en toda resonancia yace una memoria ancestral en la que Cannes y Hollywood conforman un único ser.
Memoria (Colombia/Tailandia/Francia/Alemania/México/Qatar/Reino Unido/China/Suiza, 2021), guion y dirección de Apichatpong Weerasethakul, 136 minutos, disponible en MUBI.
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