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Cualidad rara la de mostrar sin decir. “En ese entonces teníamos rostros”, dice Norma Desmond en Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950), acusando al cine dialogado, explicativo. Como pariente del sueño, el cine era, antes que todo, simbólico. Esta característica, que echa mano de un elemento (un encuadre, un color, el attrezzo o el vestuario) que, por asociación, se considera representativo de algo, es inherente al lenguaje fílmico, pero su valor cambió. Ahora, por los motivos que sean, se puede mostrar todo o casi todo. Hipótesis: con la cartelera en los dispositivos, el cine perdió la oscuridad de la sala, que lo vinculaba con la ensoñación; a plena luz todo se puede ver, es innecesario ir a tientas, adivinando. Por eso es inusual El poder del perro (2021), película en la que Jane Campion, su directora, apuesta por que las imágenes generen conjeturas.
Echando mano del imaginario del cowboy (la silla de montar, el pañuelo, la reata, las botas, las espuelas), el film cuenta la historia de los hermanos Burbank, dos ganaderos de Montana en 1925 que se distancian cuando uno de ellos se casa con una mujer que tiene un hijo adolescente. En las primeras escenas de la película se muestra el binomio que forman los hermanos, opuestos en el físico y el carácter. Phil es atlético, agresivo y letrado; George, gordo, dócil y sin estudios. Dos cabezas de reses enfrentadas, dos grandes árboles, dos camas; pronto, sin embargo, Campion rompe con el concepto binario cuando aparecen Rose, la viuda que atiende un restaurante, y Peter, su hijo, un muchacho de apariencia delicada.
El film sigue el principio creativo del montaje; las imágenes sugieren. Se trata de un registro diferente en la obra breve pero extendida de Campion —en más de cuarenta años ha filmado apenas ocho largometrajes—, quien en 2003 fue severamente criticada por In the Cut (2003), un thriller erótico explícito. El poder del perro no es un film revisionista del western, no tiene una estética de antaño. La ética de Campion es que las imágenes señalen lo que ocultan los personajes, como otrora el cine.
Cuando Rose y Peter llegan a vivir a la casa familiar, Phil expresa su desagrado haciendo luz de gas a su cuñada —el término remite, por supuesto, al filme de George Cukor, Gaslight, de 1944—, confundiéndola, entre otras mañas, con silbidos, y burlándose del aspecto femenino del muchacho. A pesar de la brutalidad, Phil, interpretado por Benedict Cumberbatch, tiene un lado flaco, casi infranqueable, que es uno de los motivos principales de la cinta.
En el ordenamiento de las secuencias están los temas del film. A través de un montaje de correspondencias, es decir, en el que se pierde linealidad, donde una imagen toma a posteriori un significado diferente, Campion sugiere un mundo por percibir. Ejemplo: un primerísimo primer plano de la cerradura donde penetra una llave (que simboliza el encuentro sexual entre Rose y George, que Phil escucha turbado), que resuena en la escena siguiente; el vaquero huye para encontrarse con un objeto que venera: la silla de montar de Bronco Henry, un personaje que nunca aparece en la película, pero que Phil siempre tiene presente. Phil compensa el acto amoroso con sus recuerdos, vedados al espectador.
No es raro que Phil recuerde la sexualidad soterrada de Norman Bates en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). Campion recurre al símbolo del rincón —mitad muros, mitad puerta, según Bachelard—, el refugio íntimo de Phil bajo un árbol que descubre Peter, agudo estudiante de medicina. Este rincón también es un pasillo que da hacia el lugar donde el hosco vaquero se deleita bañándose en el río, ataviado solo con un pañuelo que tiene las iniciales de Bronco Henry. Es la mirada del espigado muchacho, que pilla a Phil en su ritual lavatorio, la que lo impresiona. Frente a la inmensidad de las montañas, Peter ve en los montes la figura de un perro, que el vaquero tardó mucho tiempo en avistar.
La aturdida Rose, a la que da vida Kirsten Dunst, es el gozne de la historia. En su rostro aparece el miedo de que Phil, que siente aversión hacia la rareza de Peter, le haga daño a su hijo, pero, quizá, de igual forma teme que destruya su sensibilidad, que ella se ha encargado de cultivar como las flores de su jardín, esas que el muchacho emula con papel. A pesar de su acercamiento con Phil, cuyo clímax se muestra a través de una toma de trescientos sesenta grados que recuerda la scène d’amour de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), Peter ama a su madre por encima de todo. Este amor resuena de una manera misteriosa en el desenlace: Peter de pie frente a la ventana, haciendo otra correspondencia con una de las primeras imágenes del film, en la que se indica que debe usarse la ventana en caso de incendio. Clásica en la forma, simbólica en el fondo, la película de Jane Campion es una pieza que cuestiona la crianza, que consiente que el enigma de la oscuridad propia del cine evada las explicaciones en el interior de la representación.
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