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Un, dos, tres, muchos Alex Chilton. Estrella teen a los dieciséis con un número uno, “The Letter” (The Box Tops, 1967), cantada en un barítono rasposo que para fines de la década había dejado paso a un tenor con inflexiones mcguinnescas. Involuntario tótem del power pop —simplemente, se había plegado a una banda de anglófilos conocidos de Memphis y se adaptó a su propuesta, hasta quedar como líder— con los primeros dos discos de Big Star (1972-1974), banda con todas las circunstancias del business en contra. Un clásico: los críticos te adoran, el público no sabe quién sos. Para el tercer álbum, Big Star ya no existía como tal y el disco que buscaban tampoco: su primera versión editada es de 1978 y las configuraciones siguieron mutando. Lo importante es que allí Chilton —quien ya sumaba su segundo desencanto con el business— y el gurú de Memphis Jim Dickinson (piano tanto en “Wild Horses” de los Stones como en Time Out Of Mind de Dylan y muchísimo más en el medio) deconstruyen la idea de cómo presentar una canción, llevando el suicidio comercial a la categoría de high art. Pero es imposible pensar en Yankee Hotel Foxtrot de Wilco y tantos otros discos que quisieron romper con las convenciones de producción sin olvidarse en el camino de las canciones (como le pasó, ay, a Radiohead) sin Third. En esas sesiones hay un dato más a tener en cuenta a futuro: Chilton cantando “Nature Boy” de Nat King Cole, acompañado en piano por el artista visual William Eggleston. Después, el modo autosabotaje chiltonesco (no en vano, tituló un disco A Man Called Destruction, también nombre de una recomendable biografía) continúa, alienando amigos y fans. Punk en Nueva York, “veterano” a los veintisiete, Alex hace el CBGB, no logra contrato con una major, vuelve a Memphis y ya no deconstruye la producción de un disco, sino la misma idea de cincuenta años de música estadounidense, desde la Carter Family hasta KC & The Sunshine Band. Los músicos tocan como si no supiesen. Dickinson está ahí, pero Chilton aumenta el factor perversión haciéndose cargo solito de la mezcla de Like Flies on Sherbert (1979). De ahí a producir el debut de los Cramps (Songs The Lord Taught Us, 1980) o tocar guitarra o batería en Panther Burns, el grupo del artista Tav Falco, donde la música se vuelve un arte plástica más, sólo un pasito, o un pisotón. Pero en 1982 el instinto de supervivencia de Chilton lo lleva a reubicarse en Nueva Orleans, donde bajó a la tierra con trabajos mundanos como lavacopas o podador de árboles, todo mientras REM le debía buena parte de su impronta (en la década se darían situaciones imposibles donde Chilton, tocando en un clubcito, tomaba requests de la estrella/fan/deudor eterno Peter Buck) y The Replacements aún no le habían dedicado un tema con su nombre. Y cuando Chilton reaparece en 1985 en el estudio de grabación, lo hace primero con una serie de EP (“el Gregory Corso del formato” lo saludó Robert Christgau) y luego álbumes esporádicos, de fuerte anclaje en el R&B, incluso cuando las canciones las firmaba él, y hasta con versiones del pop italiano, como “Volare” o “Il rebelle”. ¿La ironía la ponía Chilton o su audiencia, que no entendía por qué no volvía a escribir “Thirteen”? Un cover de “September Gurls” (una canción pop simplemente perfecta) por The Bangles en 1986, también ayudaría con las cuentas. Alex Chilton murió en 2010, víctima no de sus excesos setentistas sino del paupérrimo sistema de salud de su país. En sus últimos veinte años, llevó una vida tranquila en Nueva Orleans —con un piano adquirido con las regalías de la versión de “In The Street” utilizada en That 70s Show— y se mantenía, y parecía disfrutar, con dos circuitos de oldies: el del pop sixties (The Box Tops) y el del indie (con Big Star), además de sus shows solistas, generalmente en trío. Cada tanto grababa un disco lejos de los que el público de Big Star quería escuchar (y cuando finalmente se le ocurrió hacer un álbum bajo ese mote, lo que sonaba a Big Star venía de los demás integrantes) y los sellos grandes querían pagar. Chilton estaba en su salsa tocando en tríos en pequeños clubes, cash en mano. Temas suyos pero también un gran repertorio popular del que podía abrevar (por no mencionar obras del Barroco tocadas rudimentariamente). Y un fuerte de Chilton —alguien que pasó su infancia en un ambiente bohemio, donde lo normal eran padre músico y madre galerista de arte invitando a jazzmen a casa— eran los standards, encarados con genuino amor. Cuando en 1993 editó Clichés, muchos se lo tomaron como un chiste de un slacker cuarentón, eterno underachiever: Chilton solía decir que alcanzó el número uno a los dieciséis y después todo fue en picada. Después de su prematura muerte, iba a ser inevitable que la actividad discográfica de Chilton fuese casi mayor de la que había gozado en vida. Songs from Robin Hood Lane (Bar/None, 2019) es una compilación con suficiente peso para convertirse en un statement del propósito de Chilton, quien primero que nada se autopercibía como intérprete. Acá no hay pose, sino auténtico goce por cantar esas canciones, incluyendo varias de Chet Baker Sings (1954, o más precisamente, su reedición de 1956), LP que era su bread & butter con sólo siete años. Tres temas habían sido grabados en 1991 para Imagination, un tributo a Baker del grupo Medium Cool, con Chilton como uno de los vocalistas contribuyentes, respaldado por un combo de reducto jazzero donde, siendo Nueva York, también se podía colar gente de la No Wave: batería, bajo, saxos, flauta y órgano. El bajista Ron Miller también fue coequiper de Chilton en proyectos solistas suyos. En “That Old Feeling”, “Like Someone in Love” y “Look for The Silver Lining”, Chilton suena como un eterno teen saboreando las mieles o la derrota del amor, según el caso. Cuatro grabaciones inéditas provienen de otra fecha de 1993. Allí, Chilton encara por primera vez “There Will Never Be Another You”, otra que conoció por Baker, y volvería a regrabar el mismo año, solo, en Clichés, y en 1999 con trío —digamos— rockero para Loose Shoes and Tight Pussy (título original utilizado en Europa; en Estados Unidos se autocensuró a Set). Como sucede con “Time After Time”, de la que también existe una versión en Clichés, los compiladores, en caso de repetición, han elegido siempre utilizar las versiones con combo de jazz. Ya con la apertura de “Don’t Let The Sun Catch You Crying”, un puntal de Ray Charles, Chilton canta de una manera casual, levemente canchera, dulce, con cariño por los textos, sin el détachement que se leyó —muchas veces erróneamente— en otras performances suyas, ni tampoco con la desesperación que afloraba en sus momentos más desbordados de los setenta. No se prodiga en síncopas sino en buscar una línea directa cantante/oyente; en estas lecturas, a veces se le escapa alguna nota, pero agrega al charme de un eterno adolescente que sabe cómo comunicar emocionalmente una canción, más precisamente, la emoción detrás de ellas: un arte en el que Bob Dylan sigue dando cátedra. Chilton no era un rockero ni un hack que encara este repertorio porque el excel de un Aranguren de una discográfica lo dictaminó así, sino alguien criado en el jazz que después hizo carrera por otros lados, y que en todo caso tenía la cabeza suficientemente clara para entender que tanto el Tin Pan Alley como el Brill Building o la British Invasion (Chilton tiene en otros lados versiones maravillosas de Carole King, Brian Wilson y Ray Davies, este último eventualmente vecino y amigo en Nueva Orleans —leer su libro Americana o escuchar su correspondiente álbum—) son, a fin de cuentas, distintas manifestaciones del pop. Y se puede asegurar que lo estimulaba más este repertorio que el de Big Star, con su bagaje a cuestas de promesas incumplidas. Tanto en la sesión con banda de 1991 como en la de 1993, Chilton está en su elemento. Sus tres versiones de “There Will Never Be Another You” son maravillosas, pero en la de 1993 con músicos respaldándolo hay una pureza de género que no aparece ni en su lectura a solas ni en la algo caótica grabada (como todo el resto del disco, en una única sesión) para Loose Shoes and Tight Pussy. El material de Clichés, disco que desconcertó sobremanera a quienes poco antes lo habían visto dar un show con Big Star, es otra cosa. Fue grabado en un estudio de Nueva Orleans, pero bien podría haberse registrado en una sobremesa en su casa, para entretener amigos o a sí mismo. Hay ahí algo que luego coincidiría con discos de versiones de otro AC que supo inmolarse en cinta: Andrés Calamaro: “cantamos porque podemos, sabemos cómo y nos gusta” es el motto de ambos. Autodidacta inventivo, con más recursos guitarrísticos a su disposición de los que muchos creían, Chilton tenía un toque percusivo sobre las cuerdas que lo acercaba más a un viejo bluesman que al comando del comping de Joe Pass o Jim Hall. Pero esto no lo disminuye para nada. Ahí está su versión de “My Baby Just Cares for Me” (debo compartir que, tomándola como referencia, fue la primera canción que grabé en mi estudio virtual), donde Alex se las rebusca para resolver con otras herramientas el intermedio de piano donde Nina Simone ponía en juego su formación clásica. Y sólo cambia los pronombres, pero los sujetos siguen siendo los mismos, lo que cambia la percepción de Liz Taylor, Lana Turner, pero “la sonrisa de Liberace” sigue siendo tan camp como siempre. También son notables las reducciones que hace al “Let’s Get Lost” tan asociado con Baker o el “All of You” de Cole Porter. El instrumental “Frame For The Blues” es un intermezzo algo esquelético que podría haberse quedado en Clichés. También de allí proviene el cierre: “What Was”, una composición que ya en su momento era un ejercicio de estilo al haber sido compuesta para un film neo-noir de los setenta, pero Chilton —con un silbido que suena dobletrackeado— la hace sentir parte de casa. La pregunta que más de uno se hará es: ¿por qué otro disco de standards? Yo diría “porque es Alex Chilton”, pero esto será insuficiente para la mayoría, incluso para los power poppers que no descubrieron los acordes con cuatro o cinco notas. Creo que es mejor argumentar lo siguiente: el Great American Songbook, no tan impregnado de sus autores (como pasaría cuando la división de labores se quebrase y aparecieran los singer songwriters, empezando por los Beatles), es más proclive a una mayor variedad de lecturas. Es en este momento cuando recuerdo que ayer soñé con Burt Bacharach. Y en un tono incluso aún más personal, escuché por primera vez Songs From Robin Hood Lane junto a una persona por entonces nueva en mi vida, cuando había versiones de LX Chilton y de esas canciones que asociaba de vidas pasadas (la “There Will Never Be Another You” por Ron Carter en el Coliseo, comentada en esta revista, fue, en perspectiva, poco menos que un réquiem para mi historia sentimental previa). Y, más que sentirme incómodo, mientras se sucedían las lecturas chiltonescas —algunas ya conocidas por mí, otras no, pero varias que mi compañera de ese aquí y entonces, breve y encantadora, como el mejor simple a 45 RPM, ella también música, reconocía como standards— me dejé llevar y elegí concluir que hay tantas versiones esperando por nuestra escucha —o, ¿por qué no?, nuestras lecturas— como personas con quienes compartirlas. La música es de aquellos que la quieren escuchar y de nadie más.
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