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Un anochecer de vísperas de Todos los Santos, en el frío noviembre de Nueva York, mi mujer y yo compramos un ejemplar de The Seven Ages, un libro de Louise Glück de 2001, el único que encontramos ese día en una de las no muchas buenas librerías que quedan ahí. Fuimos a un bodegón tailandés, empezamos a leer a dúo mientras esperábamos la sopa y no paramos hasta después del café en el apartamento, empeñados en entender qué eran esas siete edades. El libro reúne poemas sobre el envejecimiento y el repaso de estampas de una vida, sondeos de lo que ciertos momentos podrían haber dejado para templar la espera de la muerte, para llegar a un acuerdo con lo que se hizo, sombríos de lágrimas de eros ya secas y autoobservación de una ecuanimidad estoica. Tienen una claridad imperfecta, un aire de identidad móvil que Glück se forjó acomodando una tradición variada en una imperfección de su propio cuño: métrica versátil y versada, encabalgamientos distendidos, vestigios mitológicos y oralidad corriente. O mejor: el serpenteo de los versos de Glück entre una apostura augusta, una paciencia de Eclesiastés y una oralidad ligera da una sensación de recurrencia e intemperie. Alguien musita ahí ríspidamente, desde un fondo turbio, con un ceño fruncido que de pronto alisa el reflejo de cosas imperecederas: un banco frente a un manzano en primavera, el olor de un pastel, un silencio nocturno de a dos mirando una acacia nevada desde la ventana de un hotel. Todo muy poco durable, el entendimiento amoroso por empezar. Aunque en la voz de Glück siempre suena más la condena (y la culpa y el remordimiento), el sarcasmo para consigo misma ecualiza el volumen y se empieza a oír el rumor del asentimiento. Las cosas que habitan el momento absorben el tiempo que pasa, mientras el deseo aligera la carga haciéndola puro verso. Es lo que encuentro ahora, poco después de que Glück haya recibido el Nobel, apenas me pongo a hojear de nuevo el libro y me fijo en cómo traduje un poema, “Quince tree”.
“Membrillo”
Al final no teníamos otro tema que el clima. / Por suerte vivíamos en un mundo con estaciones; / tanteábamos, aún, una variedad de accesos: / a la oscuridad, a la euforia, a diversas clases de espera. // Supongo que, en verdad, no cabe llamar / conversación a nuestros intercambios, dominados / como estaban por el acuerdo, por la repetición. / Y sin embargo sería erróneo imaginar / Que no teníamos mutuo sentido del otro ni / respuesta profunda al mundo, como sería erróneo creer / que nuestras vidas eran estrechas, vacías. // Teníamos grandes riquezas. / Teníamos, de hecho, todo lo que podíamos ver. / Y si bien es cierto que no podíamos ver / grandes distancias ni pequeños detalles / lo que lográbamos captar lo aferrábamos / con un hambre que los jóvenes apenas conciben, / como si toda la experiencia se hubiera encauzado en / esas pocas percepciones. // Encauzado sin memoria. / Porque para nosotros el pasado estaba perdido como referente, / perdido como imagen, como narración. ¿Qué había contenido? /¿Había amor ahí? ¿Había habido, en un tiempo, / trabajo continuo? O fama: ¿había habido alguna vez / algo así? // Al final no hacía falta preguntar. Porque / sentíamos el pasado; estaba, en cierto modo, / en aquellas cosas, el césped del frente y el del fondo, / impregnándolas, dándole al membrillito / un peso y un sentido casi insoportables. // […] Y siempre era de eso que charlábamos, o lo aludíamos, / cuando algo nos movía a hablar. / El tiempo que hacía. El membrillo. / Tú, en tu inocencia, ¿qué sabes de este mundo?
Un poema así confirma que la enunciación poética nunca puede ni en general quiere desprenderse de un lastre, un resto de significación, por ilusorio que sea. Por eso la sincronía entre opacidad y descubrimiento es más patente en la lectura. Hasta un poema que parece hermético termina mostrando una evidencia. Y sin más rodeos. Ese dudoso, indemostrable o indecible contenido del pasado por el que se pregunta la mujer que habla en “Membrillo”, ¿es el contenido del poema? ¿Dice o habla de eso el poema: de la duda por el contenido del pasado?
Habían pasado tres o cuatro años desde aquella noche cuando descubrí que Las siete edades había sido traducido entero por Mirta Rosenberg, extraordinariamente, y publicado en 2011 por la editorial española Pre-Textos. (Hace unos días Glück y el brutal agente Andrew Wiley se negaron a renovarle a Pre-Textos los derechos de ese y otros libros de Glück que habría podido seguir difundiendo en el mundo hispanoparlante). Y cinco años después de mi ejercicio, en noviembre de 2019, Ezequiel Zaidenwerg subió una traducción suya a su blog. El hecho de que, al menos en traducción, la materialidad del poema se haya proyectado atrás y adelante en los años lleva a preguntarse otra vez si los poemas no son talismanes o dispositivos de disolución, no de la cronología sino del tiempo. Así que volviendo al contenido del pasado: ¿“Membrillo” tiene un referente que la memoria ya no tiene? Tal vez el referente sea el tiempo que hace, el meteorológico, el estacional; por algo está en los primeros versos. Siempre hace un tiempo del que hablar. Claro que a medida que uno acumula años el tiempo que hace se vuelve más primordial y más vinculado a la muerte, más tiempo a secas. Los recuerdos se encogen, el curso de las estaciones se vuelve más melancólico y a la vez más vívido. Pasa uno, pasa el poema y las estaciones se siguen y seguirán sucediendo; dentro de lo que permite el cambio climático. La tierra es un acontecimiento y un accidente.
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