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En lo que atañe a una semblanza de Joris Ivens, podría uno servirse ya del listado filmográfico de los casi cincuenta títulos que lo acreditan como director, ya del derrotero por los veintiún países en que los filmó (esto en pro de evocar la dimensión de una vida mediante la magnitud de la obra); o bien, si la semblanza fuese episódica, podría uno hacer caso a la leyenda cursi que lo quiere de boina negra y trípode al hombro junto a Ernest Hemingway, corresponsal en la Guerra Civil española, filmando The Spanish Earth (1937) bajo el ruido de las balas, o jadeante de asma, casi a los setenta, filmando en pleno bombardeo americano los campos de Vihn Lihn en Vietnam. No menos útil sería el retrato del artista militante —quizás excedente de la misma leyenda cursi— y su vida como metonimia de los vaivenes del comunismo global del siglo XX, que, de ser, se regodearía en la concomitancia de dos caducidades, física la del hombre, simbólica la del bloque, y ambas convenidas en 1989 (Ivens murió nonagenario en junio y se perdió así la demolición del Muro de Berlín por unos cuantos meses); y con todo, la semblanza del cineasta en carrera perenne, utopía tras utopía, terminaría por escurrirse por los bordes, como un óleo surrealista.
Quizás porque la silueta de un cineasta partidista y ferviente, desenamorado de la ficción, odioso de Hollywood (animosidad que lo emparentaría con Joseph Roth), es tanto una regla general en cualquier perfil de Ivens. Quizás es a causa de la sombra que arroja ese perfil que sería mejor comenzar por la excepción, a saber: un film en apariencia menos emblemático. Para los estándares de su trabajo de posguerra, entre los cuales destacan tres documentales sobre Vietnam, Le people et ses fusils sobre la liberación de Laos en 1968 y el panegírico de la Revolución Cultural en China, Comment Yukong déplaça les montagnes, una pieza como …A Valparaíso (cortometraje de 24 minutos de duración rescatado por la plataforma Mubi) queda en calidad de preámbulo excéntrico a su posterior documentalismo, un suspiro, un capricho. Y aquella excentricidad no es baladí, si se tiene en cuenta el calibre de los ataques que Ivens recibió durante su carrera. Entre sus fieles enemigos figuraba el joven nouvelle vaguiste François Truffaut, quien le dedicó más de una diatriba al holandés en la bien reputada revista Cahiers du cinéma, de las cuales la más hostil tomó la forma de un extenso ad hominem en ocasión del estreno de Loin de Vietnam (1967), en el que Truffaut acusaba a Ivens de ser “esponja de festivales”, de haber cultivado una “carrera pseudo-poética” con fondos municipales y, por encima de todo, de “esteticismo”. En olímpica ofensiva, Truffaut también ataca al multimediático Chris Marker por su “comentario izquierdista”, y posiblemente, por haber sido ya cómplice de Ivens en Rotterdam Europoort (1966), Le ciel, la terre (1966) y, anteriormente, en …A Valparaíso (1963).
A Valparaíso Ivens llegó por invitación y patrocinio de la Cineteca Universitaria de la Universidad de Santiago; viajaba de Cuba, país al que había llegado insuflado de aires revolucionarios, inspirado por el propósito de hacer por la Revolución cubana los que Vladímir Mayakovski hiciera por la rusa —a pesar de tener poca paciencia con la literatura—. Ivens tomó un vuelo desde Habana hacia la capital chilena en septiembre de 1962, bajo cierto halo de secretismo —como se confirma en Living Dangerously, la espléndida biografía de Hans Schoots —, en plena crisis de los misiles. Allá abajo, Ivens se reúne con las figuras predecibles: Sergio Bravo, promotor de la invitación; el jesuita Roger Vekemans (colaborador activo de la Democracia Cristiana en bullente oposición al gobierno conservador del segundo Alessandri); el entonces candidato, dos veces derrotado, Salvador Allende (a quien ya había conocido en Cuba), y, cómo no, Pablo Neruda y su esposa Matilde, los anfitriones por antonomasia, quienes lo recibieron en sus casas del puerto e Isla Negra. Hubo de ser Neruda quien proveyera a Ivens al menos de un par de las ideas que toman forma en el cortometraje, sin desmedro de la mera experiencia de su estadía en esas casas-museo, verdaderos mosaicos de la vida marina. Al menos tenemos por cierto que se sirvió tanto de la colección cartográfica de Neruda (visible en la película) como de sus libros de historia para informar el guion, y de aquello podría uno tomar, a modo de firma, la corta escena (también en la película) que enfoca al poeta descendiendo de la reconocible escalera espiral de La Sebastiana acompañado de sus perros. Sea como fuere, con sesenta y cuatro años, siempre a paso asmático, Ivens subió y bajó por Valparaíso para comenzar a filmar sus sinuosidades a mediados de noviembre.
…A Valparaíso es una propuesta de postal en tres estilos —monocromático, de montaje pictórico, tecnicolor—, en la que quedan enfrentados el relato poético (o pseudo) con las imágenes de un lugar que se expresa por sí solo. ¿Cuenta una historia? Cuando menos es el intento de una topografía conjugada en cuatro elementos: mar, colina, viento y sangre. De cada uno, un caleidoscopio. Comienza con una sirena en la niebla y la promesa de llegar a puerto, mientras sobre el mar estalla la pirotecnia insigne de la costa al son de “Nous irons à Valparaiso” en versión de Germaine Montero; luego, los cerros, las escaleras y sobre todo los ascensores funiculares estructuran el vértigo y el drama (Ivens los usa como si fueran dolly tracks), cristalizado este último en el plano final, que muestra a una novia cuyo velo blanco flamea por una ventanilla del ascensor en descenso. El tono serio y documentalista del inicio, en el que los detalles pintorescos intentan anclar razón en función de sus utilidades cotidianas, ha de ceder ante el ensueño que ofrece la ciudad: una mujer con parasol paseando un pingüino con correa, un hombre que baja una escalera incompleta a la mitad (“uno debe regresar o echarse a volar”, dice el narrador), la arquitectura “hechiza” de los porteños, las casas que terminan en ángulos agudos imposibles de amueblar, siluetas que aparecen y desaparecen en el marco de las ventanas, y un hombre de una sola pierna que sube una escalera de ciento veintiún peldaños. Viento y sangre es la sección del montaje cartográfico, cuyo mensaje es el más explícito: la ciudad es testamento del fuego de sus innumerables incendios, y memoria de opresión colonial, así como de piratas y corsarios, entre ellos Joris Spiebergen, compatriota y tocayo de Ivens. En sus últimos minutos la imagen se torna tecnicolor, señalando un apartado diferente, naturalista si se quiere, que se parece más al Valparaíso turístico que todos conocen que a la postal de ensueño que se quiebra en un espejo ensangrentado. Y en palabras de Marker, las sirenas ya no cantan, escuchan y esperan.
El cortometraje fue editado en París y se exhibió el 8 de junio de 1963 en la École Normale Superieure. Cahiers fue benévola, pero Cannes la rechazó. En Chile, país que motivó cuatro visitas de Ivens y otros dos registros cinematográficos —Le petit chapiteau (1963) y Le train de la victoire (1964), reportaje propagandista de la campaña de Allende—, el film se mitificó después del golpe del 73, cuando cerradas las puertas de la Cineteca, las dos copias allí alojadas desaparecieron. En la semblanza de Ivens, el cortometraje es huella de una tentación, a saber, la del lenguaje vanguardista de su formación y del control autoral de la imagen, o la del ojo brujo del cineasta como frenólogo del espacio, que cree ver, en la medición de los ángulos precarios de las calles y la geometría delirante de los cerros, señales metafísicas; la alquimia del celuloide recupera ese ideal. Por otro lado, de …A Valparaíso hoy puede decirse que es un naufragio, es decir, sobrevive en el intento de alcanzar la costa, y entre tanto hace astillas de lo real.
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