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“Querido marido: Olvídate de la ciudad. Ya no tiene nada que ofrecernos. Incluso los pájaros se están largando. Ayer vi dos palomas en la pista cuando mi avión despegaba”. La que escribe es la protagonista sin nombre de Departamento de especulaciones (2014), segunda novela de Jenny Offill (Massachusetts, 1968). Eso le propone al marido hacia el final de la novela, pero sospecha desde el comienzo que el futuro está lejos de las ciudades:
“Hay un hombre que viaja por todo el mundo intentando encontrar lugares en los que uno pueda quedarse quieto y no escuchar sonido humano alguno. En su opinión es imposible sentirse tranquilo en las ciudades, ya que casi nunca podemos oír el canto de los pájaros. Nuestros oídos han ido evolucionando para ser nuestro sistema de alarma. Y en los lugares donde no cantan los pájaros nos ponemos en estado de máxima alerta. Vivir en una ciudad significa vivir acobardados para siempre”.
En menos de doscientas páginas de párrafos como este, separados por un par de líneas en blanco, hemos visto a la esposa que firma la carta prometer no casarse nunca para convertirse en un “gigante del arte”, publicar su primer libro, abandonar la promesa de no casarse nunca, casarse, ser madre, empantanarse en su segundo libro, oficiar de ghostwriter de un “gran libro” sobre programas espaciales, dar clases de escritura creativa, hacer yoga, dolerse de la infidelidad del marido, abandonar Brooklyn por fin y, siguiendo los consejos de su hermana y un amigo filósofo, sortear el tembladeral de la infidelidad mudándose a una casa de campo en Pensilvania. “Hay que irse de esta ciudad insoportable”, le dice su hermana, “Necesitas aire fresco”. Y el amigo filósofo: “Llévatelo a vivir al campo”.
Pero Departamento de especulaciones no es la rumia amarga de una escritora frustrada, ni un recuento a veces cómico, otras amargo, de los dilemas del matrimonio, la maternidad y la vida doméstica urbana, ni una oda a la vida retirada, ni un drama sentimental coronado por un final discretamente feliz en el campo. O sí, pero no solamente: cualquier intento de resumir la novela en una trama traicionaría su gran logro formal, la resistencia a resumirse en una trama, sin por eso desdeñarla. Lo que cuenta la novela, en realidad, no se lee en el hilo más o menos continuo de un argumento, sino en el destilado paciente de una sucesión de viñetas, peripecias importantes o triviales, iluminaciones hondas o banales, proverbios, ocurrencias, aforismos, chistes, citas de Hesíodo, Rilke, Keats, Wittgenstein o de un manual de autoayuda, todo en el mismo plano, sin distinción de escala o jerarquía, en un fluir entrecortado de fragmentos y blancos que hacen avanzar y a la vez detienen el relato. Más que un fluir de la conciencia (la descripción precisa es de James Wood), “un fluir de interrupciones”. Y aunque todos los fragmentos (de un párrafo o de una frase) brillan con luz propia por la economía, el humor y la inteligencia chispeante, algunos se hilvanan narrativamente con los siguientes y otros, más insumisos, sueltan los hilos en una relación equívoca con el resto. En las pausas, cabe al lector intentar desentrañarla. También la literatura, a su manera, da a ver lo que no se ve en los espacios en blanco: del silencio como propedéutica del intervalo reflexivo y antídoto contra la narración adocenada.
La escritura fragmentaria tiene una larga tradición en la literatura moderna que en las últimas décadas alcanza a David Markson, Lydia Davis, Édouard Levé o a Olga Tokarczuk, pero no abunda en las ficciones que ciñen el foco a la vida doméstica o los vaivenes emocionales de una esposa engañada, como si la gran ambición de la renovación formal estuviese reñida con el día a día intrascendente de la vida cotidiana. En Offill, con todo, el avance fragmentario, con sus interrupciones y cortocircuitos, no parece responder al puro ímpetu inconformista de la novela experimental moderna (“es preferible la incoherencia al orden que deforma”, decía Gide), ni es un mero recurso rítmico o musical (“El fragmento tiene su ideal: una alta condensación, no de pensamiento, o de sabiduría, o de verdad —como en la Máxima—”, decía Barthes, “sino de música”), sino una cuestión de escala. La escala, de hecho, es un motivo recurrente en su primera novela, Last Things (2000), matriz narrativa de Departamento de especulaciones, y doble formal de una especulación ética más honda en la última, Weather (Clima, 2020). Porque si en Last Things la escala define la mirada en contrapicado de Grace, una nena de ocho años que observa extrañada el mundo adulto y se esfuerza por componer la historia del universo a través del “calendario cósmico” que su madre apunta en un pizarrón en un cuarto pintado de negro (“todo lo que ha sucedido desde el principio de los tiempos comprimido en un año”), en Departamento de especulaciones la escala reducida apunta más bien el mundo interior y doméstico que componen los fragmentos, que contrasta claramente con la escala planetaria del “gran libro” con el que la narradora colabora por encargo, dedicado al espacio exterior y los programas espaciales. Dispersas entre los fragmentos, sin embargo, van llegando asordinadas señales de alarma, amenazas a gran escala que se cuelan en el paisaje de la vida familiar, lo ahondan y lo trastornan:
“Voy desarrollando un interés constante por las medidas de seguridad. Intento convencer a mi marido para que colabore en la tarea. Le pido que lleve en la mochila una navaja y una linterna. Si pudiera, me gustaría que tuviese una de esas máscaras antihumos que también se pueden usar de paracaídas. (Si eres rico y miedoso, te puedes comprar uno de esos artefactos, según he leído). Pero él cree que tengo una imaginación demasiado morbosa. No va a pasar nada, dice. Pero quiero que me lo prometa. Quiero que me prometa que, si pasa algo, no va a intentar salvar a nadie y se vendrá a casa lo más deprisa que pueda”.
Y hacia el final:
“’Qué estás leyendo’, pregunta el marido desde el otro extremo de la habitación. ‘Algo sobre el clima’, le dice ella”.
“Weather”, dice en realidad, y la respuesta lleva al título de la novela siguiente, Clima, una especie de expansión de Departamento de especulaciones madurada durante siete años, que no sólo sondea el clima cambiante del día a día de otra familia media norteamericana, sino también el de un país que pierde el rumbo (aunque nunca se lo nombre, Donald Trump ha ganado las elecciones) y el de un planeta que se desmorona en medio de la crisis climática. A modo de díptico con la novela anterior, Clima persevera en la filigrana trabajada de fragmentos y no abandona el mundo acotado de la vida doméstica, pero lo refracta con las amenazas cada vez más palpables de un futuro incierto a gran escala. Offill deja que las señales de alarma se cuelen en el paisaje cotidiano, con el desasosiego de quien descubre de pronto contingencias planetarias incontrolables, una dimensión doble del presente que aúna los pormenores familiares rutinarios y los efectos inconmensurables de fenómenos abstractos globales.
Antes de la aceptación final y después de la negación, la explosión de ira y los intentos de negociación frente a una pérdida o una experiencia traumática, llega la depresión o la angustia. Así describe la psiquiatra suiza Elizabeth Kübler-Ross las cinco fases del duelo, un modelo que Slavoj Žižek adopta para especular las posibles reacciones colectivas frente al Armagedón climático. Lizzie, la protagonista de Clima, parece debatirse entre la negociación, la angustia y la aceptación, pero en el arco voltaico de los fragmentos de Offill, el espectro emocional es más facetado y variable. En menos de doscientas páginas la veremos cumplir con la rutina de su trabajo en una biblioteca universitaria, llevar a su hijo al colegio, hacer las compras y recoger la correspondencia, conversar con su marido y alternar con los vecinos, unirse a un grupo de meditación, socorrer a un hermano adicto y permitirse una infidelidad platónica con un excorresponsal de guerra. Pero la veremos también asistir a su exprofesora Sylvia en sus tours de conferencias ambientalistas, responder los e-mails de los oyentes del podcast ecoactivista de Sylvia, coleccionar indicios de pérdidas futuras (“No más manzanas muy pronto; las manzanas necesitan heladas”), inquietarse con los experimentos de ingeniería genética de Silicon Valley y el tecnooptimismo de las casas inteligentes, la internet de las cosas y las redes sociales, googlear obsesivamente manuales de sobrevivencia (cómo hacer fuego con un envoltorio de chicles y una pila, cómo atrapar un pez con una camisa) y conjeturar si será mejor refugiarse en el sur de la Argentina o en Nueva Zelanda cuando la crisis arrecie. Todo fluye, sin embargo, sin sobresaltos dramáticos ni cambios abruptos de tono en la sucesión de los fragmentos o incluso dentro de la apretada economía del párrafo:
“Eli está en la mesa de la cocina, probando todos sus marcadores uno por uno para ver cuáles funcionan todavía. Ben le alcanza un bol con agua para que pueda mojarlos y probarlos. Según la curva actual, la ciudad de Nueva York alcanzará temperaturas dramáticas que alterarán la vida en 2047”.
O también:
“De camino a casa, el tren se detiene un momento fuera de la ciudad. Miro los árboles junto al río. Todavía tienen hojas. Hay gente a la vera del río. ¿Pero el mundo no ha estado siempre yéndose al diablo?, le pregunto. Partes del mundo, sí, pero no el mundo entero, me dice”.
Lizzie conversa con Sylvia, la creadora del podcast Hell or High Water, a la vuelta de una de sus conferencias ambientalistas, y para hablar del destino apocalíptico del mundo que se acelera, usa en realidad una expresión intraducible en su agudeza metafórica: “going to Hell in a handbasket”, algo así como “irse al diablo en una cesta de mano”, que en el giro original no solo apunta a la aceleración de la debacle sino también a una desproporción elocuente. Porque no hay hell ni high water en Clima (otra expresión intraducible en su inmediatez gráfica); no hay catástrofes domésticas ni planetarias. Sólo un malestar creciente, a veces un terror abstracto, que queda vibrando en los blancos e invita al lector a demorarse en las pausas. El “fluir de interrupciones” de los fragmentos cobra nuevos sentidos y evoca otras distancias: en cada nuevo comienzo asoma un intento de negociación con el futuro sombrío y en cada final, un nuevo fracaso implícito. Media ahora la distancia entre la conciencia del descalabro y las formas posibles de enfrentarlo y, por debajo, si se quiere, una grieta más profunda que Bruno Latour formula en términos de una confrontación entre el mundo en que vivimos, con sus Estados, sus leyes y sus títulos de propiedad, y otro fantasmal, remoto, sin leyes ni Estados que defiendan sus derechos, el mundo del que vivimos: “Lo que le da a la tragedia actual su particular violencia es que, en la medida en que la Tierra ha empezado a reaccionar frente a las acciones humanas, los dos territorios ya no se pueden mantener afablemente apartados. De pronto, el mundo de los modernizadores se ve catapultado al otro lado del abismo: el mundo del que vivimos irrumpe en el mundo en que vivimos”.
No sorprende que Offill haya encontrado una forma narrativa sensible a la desorientación y la angustia contemporáneas abriendo y cerrando el foco, alternando una lente telefotográfica capaz de componer un “calendario cósmico” o inventariar los sonidos del Disco de Oro lanzado al espacio exterior en las sondas espaciales Voyager, con otra, microfotográfica, que se acerca a las hojas verdes que se demoran en los árboles, a una mantarraya en un acuario o al hijo que prueba marcadores en la mesa de la cocina. Y que luego dedique años al trabajo paciente de componer las visiones contrastadas en un montaje que las enlace y a la vez conserve el resplandor de las piezas separadas. “La categoría planeta”, escribe el historiador Dipesh Chakrabarty, “emerge como una categoría del pensamiento humanista, una categoría de inquietud existencial y, por lo tanto, filosófica para la especie humana. […] La era de lo global se termina. Aun así, la experiencia cotidiana implica invocar lo planetario para enseguida perderlo de vista”.
Tampoco sorprende que Offill admire la obra de la extraordinaria artista letona-estadounidense Vija Celmins desde muy joven. También allí un ventilador, una estufa y un televisor conviven con océanos, galaxias y cielos estrellados, pintados devotamente durante meses o años, fragmentos de un todo prodigiosamente más pequeño que las partes.
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