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¿Por dónde empezar? Hacia una estética del conflicto

DISCUSIÓN

Vivimos en tiempos apocalípticos. La restauración conservadora impulsada por el gobierno nacional en la Argentina avanza a ritmo vertiginoso con el propósito de destruir derechos laborales, políticas ambientales, instituciones artísticas, educativas y científicas. En el discurso que ofreció en el Foro de Davos, el presidente arremetió contra las formas de organización colectivas, alertando a los propios europeos sobre el peligro que corre Occidente ante una supuesta expansión del comunismo, el feminismo y el ecologismo, que vendrían a ponerle freno a la libre expansión capitalista. A juicio del propio presidente, las formas de organización colectiva tendrían refugio en la cultura y en las universidades ya que estas, según destaca en un pasaje de su discurso, “han sabido cooptar el sentido común de Occidente, lograron esto gracias a la apropiación de los medios, de la cultura, de las universidades y sí, también, de los organismos internacionales”. En ese desvío del discurso que vincula la cultura con el déficit económico, se esconde una feroz batalla cultural contra la labor crítica de las prácticas artísticas. Rediscutir el carácter deficitario de las instituciones artísticas, aun cuando no lo fueran, pareciera correr el riesgo de caer en la trampa impuesta por el neofascismo neoliberal, sin reparar en el potencial educativo y transformador que históricamente han tenido.

Este ataque a la cultura es novedoso si pensamos en las formas de absorción que el neoliberalismo ha tenido respecto a muchas prácticas artísticas, más propenso a integrar a artistas críticos en el mercado y en las instituciones, lo que nos conduciría a preguntarnos por la eficacia política del arte. El ataque no es nuevo si reparamos en el doble comando del neoliberalismo. Por un lado, y como corolario de lo anterior, desde el plano micropolítico se producen subjetividades fuertemente mercantilistas, en las que el desarrollo crítico y artístico es desviado hacia una creatividad al servicio de los intereses del establishment. Estas subjetividades, demasiado aferradas a sí mismas, parecen estar imposibilitadas de actuar con otros mientras pretenden obtener un rápido crecimiento económico. El deseo de fama y consumo reemplaza al saber crítico. Por otro, aparece la violencia fundante del neoliberalismo, cuyo primer ensayo a escala internacional fue la dictadura pinochetista establecida en 1973, que tuvo a partir de 1976 una realización efectiva en nuestro país. Para Maurizio Lazzarato, “los nuevos fascismos están reactivando la relación entre violencia e institución, entre guerra y ‘gubermentalidad’. Vivimos una época de indistinción, de hibridación entre estado de derecho y estado de excepción. La hegemonía del neofascismo se mide no sólo por la fuerza de sus organizaciones, sino también por su capacidad de odiar al Estado y al sistema político y mediático”. Lo que vemos, entonces, es un retorno de la potencia disgregadora fundante del fascismo que actúa conjuntamente con el capitalismo de mercado. Ante esto, cabe la pregunta por el arte y su capacidad de accionar en contra de este doble comando.

En primer lugar, podríamos pensar en la relación entre el arte y la política como una relación no constitutiva, que exige permanentes reelaboraciones, desarrollos, capturas y apropiaciones de uno y otro lado. Es decir, lo que se conforma es una relación de tensión que exige salidas tácticas y provisorias. Más allá del carácter panfletario asumido por el arte en diversas ocasiones que termina por reducirlo a la política, lo cierto es que las prácticas artísticas cruzan diversos niveles, desde políticos y éticos, hasta tecnológicos, sociales y ambientales, que accionan tanto desde el interior como desde el exterior de las instituciones artísticas. Como espacio de manifestación de políticas no instituidas, por el contrario, profundamente disensuales, el arte lleva a cabo operaciones tanto macro como micropolíticas. Como argumenta Ticio Escobar, mientras que “las primeras luchan por remover las injusticias sociales y resisten la expansión avasallante del capital colonizador; las segundas, bregan por la descolonización del inconsciente y resisten la incautación capitalista de las fuerzas vitales. Así, en la escena política simultáneamente se configuran subjetividades, aparece y se escamotea el deseo; se hacen, deshacen y rehacen clasificaciones identitarias”. En los últimos años, sin embargo, parecen haber crecido las producciones identitarias que, amparadas en reclamos necesarios e históricos, son apropiadas por el mercado global del arte, siempre propenso al encuentro con producciones exóticas fuera del canon europeo. La apropiación por parte de los mercados globales de tradiciones centenarias y milenarias, o de artistas que proponen una continuidad con esas tradiciones, no sería más que otra forma de captura de esas subjetividades.

Ese carácter problemático pudo observarse en la 35 Bienal de San Pablo, que se llevó a cabo entre septiembre y diciembre del último año. “Coreografías de lo imposible” fue el título de una bienal, la primera después del gobierno de Jair Bolsonaro, en la que abundaron las obras vinculadas a comunidades desplazadas y a corporalidades disidentes, quienes sufrieron una fuerte avanzada durante la gestión bolsonarista. Bajo la curaduría de un equipo conformado por Diane Lima, Grada Kilomba, Hélio Menezes y Manuel Borja-Villel, se caracterizó por la fuerte presencia del video, de prácticas de investigación artística, así como de materialidades que recién en las últimas décadas abandonaron el museo etnográfico para ingresar en las artes contemporáneas. Destacaban las propuestas del dúo conformado por Pauline Boudry y Renate Lorenz, de Rosana Paulino, de Aurora Cursino Dos Santos, Jorge Ribalta, del colectivo Frente 3 de Fevereiro y las incorporaciones históricas de artistas como Wifredo Lam, Melchor María Mercado y José Guadalupe Posada. Por demasiado identitarias en su afán de recuperar toda forma de producción de arte alejado de los cánones europeos, estas obras propusieron contrarrelatos, memorias de la violencia colonial sobre las comunidades indígenas y las corporalidades disidentes, conformando a su vez ―como en la obra de Boudry y Lorenz― un laboratorio sobre las posibilidades de los cuerpos. Lo paradójico es el crecimiento que tienen estos proyectos ―y su presencia destacada no sólo en la Bienal de San Pablo sino también en instituciones artísticas de gran parte del mundo―, en paralelo al crecimiento de los neofascismos. Mientras que en los museos, bienales y galerías se multiplican las propuestas de estas características, las calles, las redes sociales y, finalmente, el Estado se vuelven un reservorio para las propuestas reaccionarias. ¿Las bienales, los museos y las galerías constituyen hoy espacios críticos frente a la emergencia del neofascismo o se han vuelto templos cuyos adeptos son las minorías violentadas por el capital? ¿No es posible observar en esa presencia el accionar del doble comando del neoliberalismo, es decir, el mercado celebrador de las diferencias y la violencia fundante?

Los cuerpos disidentes, las comunidades indígenas, los feminismos y los ecologismos encuentran en el ámbito artístico un espacio de realización mientras son atacados en el resto del espacio social. Los programas curatoriales recuperan prácticas y saberes comunitarios, después de que estos se hayan visto afectados por las políticas neoliberales. Hal Foster ha sido crítico de algunas de estas propuestas, que podrían pensarse ―al menos algunas de ellas― bajo el paraguas de lo que Nicolas Bourriaud denominó “estéticas relacionales”. Para Foster, “si la discursividad y la sociabilidad están en un primer plano del arte, es porque escasean en otros lugares. Lo mismo sucede con lo ético y con lo cotidiano, como podríamos constatar fácilmente con una simple mirada a nuestros políticos cavernícolas y a nuestras complicadas vidas. Es como si la simple idea de comunidad hubiera adquirido tintes utópicos”. Poco más adelante continúa con una reflexión contundente que enfoca el eje del problema: “si la participación parece amenazada en otras esferas, privilegiarla en el arte puede no ser más que una compensación, un paliativo”. El interrogante es entonces si el arte se vuelve un espacio de construcción de consensos, por momentos más proclive a una planilla de asistencia de las diferencias que a la asunción y el señalamiento de aquello que las violenta. No se trataría, por lo demás, de negar las prácticas comunitarias y relacionales, tampoco de negar el ingreso de las diferencias, pero sí de abandonar el lugar moralizante que muchas de estas prácticas adquieren. Como señala Arlette Farge, el conflicto es un “lugar de nacimiento, y lo que sucede tras él poco tiene que ver con lo que pasaba antes. Incluso mínimo o irrisorio, es decir, ritual, el conflicto es una fisura que traza otros lugares y crea nuevos estados”. Por cierto, una estética que integre el conflicto a las prácticas comunitarias tendrá un carácter provisorio, asumiendo la necesidad de abandonar los aparentes espacios seguros en los que el arte se ha sostenido en los últimos tiempos, más propenso a vincular una apuesta identitaria con la necesidad de los mercados globalistas. En una estética de estas características, el dilema ético queda sin resolución, renunciando al carácter de sanación individual y reconfortante en el que muchas veces deriva.

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