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Cómo ser actual fuera de tiempo. En torno a Wall of Eyes de The Smile

DISCUSIÓN

“¿El ENIAC? Prácticamente una calculadora comparada con nuestra máquina. Esa era una caja musical que tocaba una sola melodía. Si querías algo nuevo tenías que volver a cablearlo. Miles de conexiones a mano. Un cambio de programación requería horas. Días incluso. Nosotros creamos un instrumento. Un piano de cola”.

La descripción del funcionamiento de una de las primeras computadoras de la historia, de 1943, aparece en el capítulo de MANIAC de Benjamín Labatut dedicado al ingeniero informático Julian Bigelow. Thom Yorke ha leído la novela con tal devoción que en una reciente entrevista de NME a propósito de Wall of Eyes, el nuevo disco de The Smile, tuvo su momento de entusiasta digresión literaria. “Es excelente. Ni siquiera puedo empezar a describir sus libros”. Labatut se presenta como una “influencia muy fuerte”, y no sólo suya, también de Jonny Greenwood. Quizá ese principio de novedad y diferencia planteado en esas páginas (“si querías algo nuevo tenías que volver a cablearlo”) explica el modo de obrar de quienes constituyen el corazón de Radiohead. Yorke y Greenwood se unieron bajo los rigores de la pandemia al baterista de jazz Tom Skinner. En 2022 dieron muestras de un sorprendente salto imaginativo. El disco A Light for Attracting Attention impulsó a los críticos y oyentes a jugar el juego de las diferencias entre ese presente vigorizante y un pasado con cierre incierto.

“Hasta que @radiohead vuelva, o incluso si nunca se reagrupan, The Smile servirá perfectamente”, señaló Mojo al comentar el segundo y reciente disco del trío. “Una evolución fascinante de las rarezas originales de Radiohead”, consideró The Independent. “Un spin-off de Radiohead”, sostuvo The New York Times. ¿Es entonces The Smile apenas una versión 2.0 del grupo que a partir de OK. Computer, y en especial Kid A, redefinió el mapa mainstream del rock británico al introducir dosis de osadía infrecuentes?

Tanto A Light For Attracting Attention como Wall of Eyes presentan puntos de continuidad y corte. La crítica inglesa ha buscado referencias por fuera del rock para explicar (y explicarse) aquello que fascina. Lo hizo sin sacar necesariamente conclusiones generales sobre un estado de situación de la música de pertenencia. Pitchfork, por ejemplo, cree que el “refinamiento” de Greenwood es un “eco” de “su amado pianista Glenn Gould”. El canadiense tenía una predilección especial por Arnold Schönberg: “siempre que uno desafía honestamente una tradición, uno se vuelve, en realidad, más responsable de ella”. Ser, en definitiva, modernista. Lo que significa, a estas alturas, estar fuera de fase respecto de las coordenadas temporales; un tiempo detenido, por cierto, donde el intento de correr la línea del horizonte carece de consensos y celebraciones. The Smile ha lanzado por lo tanto un triple desafío: a la tradición que incubó a Radiohead, a los límites que fijó el propio quinteto y a los mecanismos de formación del gusto y legitimidad de la algorocracia en las plataformas musicales.

La riqueza que ofrece el trío, en el que Yorke, cantante y autor de las letras, despunta como un bajista convincente cada vez que es requerido, se relaciona a su vez con una práctica ampliada de la escritura que va de la grupal al trabajo con una orquesta de cuerdas y tres instrumentos de viento (saxo, flauta y clarinete). Los arreglos pertenecen a Greenwood. La “reinvención” del rock, señaló a propósito The Times, tuvo la “ayuda de un compositor” cuyo oficio se desdobla entre The Smile y la música para películas (There Will Be Blood y Phantom Thread, por ejemplo). Una explicación por demás curiosa. Las inspiraciones del guitarrista citadas por la publicación nuevamente son excéntricas: Olivier Messiaen, Krzysztof Penderecki (“Bending Hectic” tiene algo de paráfrasis de su De natura sonoris, pero también se mezcla Ligeti) y Steve Reich (al momento de darle forma al disco, Greenwood y Yorke compartieron su entusiasmo por Tehillim; no sólo eso: dieron cuenta de esa afinidad electiva). No es menos destacado el trabajo del guitarrista con los sintetizadores y el entorno Max MSP que permite crear instrumentos virtuales o afectar de distintas maneras las fuentes de sonido. Tampoco debería pasarse por alto la tarea del productor, Sam Petts-Davies.

Sobre el final de “Wall of Eyes”, la canción, se despliega un modo de acción que se replica a lo largo del disco. Tras una claridad inicial (en este caso, una falsa bossa nova) que se apega más a una convención, aflora un entramado que la disloca. Algo se trans-forma. Del otro lado de esa canción, del reverso que se disputa un primer plano, proviene el factor diferencial. Algo se pone en entredicho. El objeto deja de ser lo que se creía que era, abandona su fisonomía y adscripción genérica. “El suelo viene a por mí ahora / Nos hemos ido por el borde / Si tenés algo que decir / decilo ahora”, canta York en la mencionada primera pista, con su acostumbrado pesimismo sobre lo que lo rodea. Entre la tercera y quinta canción descubrimos cuánta destreza tiene The Smile para frustrar expectativas. Las secciones contrastantes de “Read The Room”, “Under Our Pillows” y “Friend of a Friend” guardan en común un impulso manifiesto: dotan a un género menguante como el rock de una vitalidad que proviene del pasado. El futuro parece estar detrás de nosotros, aunque no necesariamente como nostalgia. La flecha del tiempo jamás retrocede, avanza en zigzag acaso. Wall of Eyes invita a desarmar cajitas chinas. Pitchfork detecta huellas de Robert Wyatt, el krautrock, el jazz, el demonizado prog y “géneros satélites” que no son otra cosa que parte de la predisposición “omnívora” del “art-rock”.

Paul Thomas Anderson, el director de There Will Be Blood y Magnolia, se encargó de algunos de los videos. En “Friend of a Friend”, Yorke, Greenwood y Skinner se preparan para presentarse en la sala de actos de una escuela. Su público es parvulario. La ternura de la situación es engañosa. Los nenes y nenas no pueden prestar la atención que les reclaman, salvo contadas excepciones. La cámara los muestra cuando bostezan y su mirada está perdida. Y si bien sobre el final algunos aplauden, lo hacen como un impulso propio de esta era de regresión perceptual: sin saber por qué sus palmas chocan entre sí. “Friend of a Friend” tiene el perfume melódico de McCartney, pero la canción pega una cabriola a partir del crescendo orquestal y el uso de la cámara de reverberación. Corte. Vuelve la voz. “Todo ese dinero, ¿dónde fue? / ¿Dónde fue a parar? / En el bolsillo de alguien, un amigo de un amigo”, sale de la garganta de Yorke, a modo de interrogación sobre una actualidad de flujos invisibles y devoradores. La simpleza se complejiza y viceversa. Sin embargo, sólo parece aceptar una escucha infantilizada, propia de un mundo de adultos reeducados por los dispositivos. Una audiencia de niños grandes, entonces. Yorke lo constata de reojo, podría decirse, con una elegante resignación. Es lo que hay. Hace medio siglo tenía la misma edad que ellos y ellas y en las radios sonaba “A Day in the Life”.

Recuerda Rose Subotnik en Developing Variations: Style and Ideology in Western Music (University of Minnesota Press, 1991) una insistencia adorniana de primer orden: la necesidad de considerar la estructura musical en su autonomía formal, pero también en su relación con diversas estructuras y contextos ideológicos. Para que la música de una época sea “auténtica”, decía el olvidado Adorno, recuperado críticamente por Subotnik, debe explicitar su negatividad y resistir la neutralización. Dicho de otra manera: había que alienar a la sociedad al dificultar su comprensión. Era imperativo que el sujeto musical sacrificara un quantum de inteligibilidad para retener la integridad de lo que el francfortiano llamaba la esencia o “estructura latente”. La escucha estructural de esa música era la que podía poner el valor a ese objeto. Hubo un tiempo en que las músicas populares reivindicaron ese programa, remarcando que recaía sobre el oyente la exigencia del desciframiento activo. Es cierto que el modernismo llevó esa aspiración a un callejón sin salida, pero lo que vino después de las prescripciones no fue necesariamente mejor. La situación ha empeorado y es a partir de ese agravamiento que sobresalen mucho más las decisiones de The Smile.

¿Cuál es la dosis de negatividad, incluso macrobiótica, que tolera este 2024? El estatuto de la recepción se ha modificado violentamente. Señala Philippe Le Guern en Où va la musique? (Presses des Mines, 2016) que si la era analógica fue la de la degradación (el disco que se raya) o la destrucción, la digital sería la del borramiento. De ahí, dice Le Guern, que la digimodernidad sea una mutación cognitiva, un embotamiento de las sensibilidades marcado por la hiperabundancia y la pospiratería. ¿Qué tipo de deseo nos liga a la música si nos ofrece todo? Insatisfacción y bajísimo umbral de tolerancia: el cincuenta por ciento de los clics en Spotify duran diez segundos. The Smile se rebela a su manera contra eso con rabia y sutileza. El punto de mayor desafío lo plantea en la citada “Bending Hectic”, un relato ballardiano, el de un hombre que va a estrellar gozosamente su automóvil vintage. “El suelo viene a por mí ahora / Nos hemos ido por el borde / Si tienes algo que decir”. La engañosa balada da paso a un lacerante trabajo textural de las cuerdas que desemboca en los minutos más power del trío. El material precedente se mantiene en el fondo y se funde con la distorsión. La coda es estremecedora. Poderosa. Muy. Y todavía falta la bella y aparentemente despojada “You Know Me!”. La orfebrería del detalle es otra de las marcas del trío.

 

PD: “Bending Hectic” se grabó en Abbey Road con la participación de la London Contemporary Orchestra. Dijo Yorke: “el hecho de que decidiéramos hacer un barrido de frecuencias [ a través de las cuerdas ] se debió simplemente a que queríamos que ocurriera eso en lugar de decir: ‘¡Eh, vamos a hacer una canción al estilo de los Beatles!’”. No lo hicieron, pero tampoco pudieron desprenderse por completo de ese fantasma que siempre sobrevuela al rock cuando quiere tomar altura. Desde el Ulises de Joyce sabemos todo lo que se puede contar sobre las veinticuatro horas de un personaje. En un punto, y sin proponérselo, “A Day in the Life” trató de funcionar como un equivalente al condensar sin jerarquías parte del siglo XX musical en cinco minutos. The Smile nos recuerda, con el mismo espíritu, que una canción es un continente de posibilidades donde entra casi todo. Hasta Labatut.

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