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Sobre Mank y las paradojas de la nostalgia

DISCUSIÓN

A diferencia de Érase una vez en Hollywood (2019), esa obra maestra de Quentin Tarantino que hizo de la nostalgia una herramienta para construir efectos de infinito sentimental, la última película de David Fincher hace de la evocación un valor de cambio. Desde la protección artificial facilitada por Netflix, Mank aparece en una época en la que el cine (sobre)vive sin las dos señas particulares que dominaron su realidad hasta inicios del siglo XXI: el ritual colectivo y el pacto de silencio que suponía comprar una entrada para acceder al espectáculo en compañía de otros, por un lado, y la industria que creaba el régimen de disponibilidad para las grandes aventuras creativas, por el otro. Sin ese trasfondo, su apariencia de camafeo solicita una atención melancólica, encandilada por ciertos anacronismos técnicos que se justifican sólo por el carácter descartable de la capacidad de concentración del espectador contemporáneo —como si fueran anzuelos diseñados para enganchar atenciones inestables— o por un engolosinamiento técnico que permite vintagear la imagen sin la necesidad de filmar en celuloide o de esperar unos cuantos años para que el tiempo haga lo suyo con los materiales.

Mank cuenta parte de la historia y los entretelones de la filmación de Citizen Kane y, por lo tanto, está ambientada en el Hollywood de los años treinta y cuarenta, esa república aparte parida por el Sueño Americano y en la que el guionista Herman Mankiewicz le robó la vida al magnate de los medios William Randolph Hearst para alimentar la mente afiebrada de un jovencísimo Orson Welles, que había llegado para llevarse la industria por delante y terminó estrellándose contra su propio ego. Pero al tratar de lucir como “hecha” (es decir, filmada) en esa misma época, se revela incapaz de adquirir la consistencia densa que separa la cita y el homenaje del manierismo y la impostación. Eso no fue lo que hizo Tarantino, que se valió de una estética pretérita para ilustrar una idea muy contemporánea, y Fincher —que representa tanto como él la posmodernidad de casi todo aquello en lo que fija su atención— cae en la misma trampa de sentido en la que cayó Michel Hazanavicius con El artista (2011). Recupera el lustroso “blanco y negro” —porque da “importancia”—, pero en lugar de filmar un objeto de bisutería inofensivo perfecciona digitalmente la imagen hasta límites obscenos, y lo único que logra es petrificar el espíritu de una época que ya ha sido enterrado completamente por las potencias tecnológicas de otra, la nuestra. Lo curioso del asunto es que el poder de “resucitarlo” todo parece haberle extirpado a la inmensa mayoría de los directores contemporáneos el placer de buscar por sí mismos, y así resulta fácil comprobar que la película de Tarantino sólo puede ser vista como se debe en la pantalla de un cine, mientras que la cajita de música de Fincher delata a los gritos su verdadera naturaleza multimedia. La inmensa mayoría de sus planos lucen incómodos y apelmazados, y en varios de ellos, incluso, la disposición de los personajes dentro del cuadro clarifica los estragos de una técnica que ya comienza a relevar a los directores de la toma de decisiones artísticas. Entonces surge la paradoja, el artificio reducido a un mecanismo de engaño porque recrea un misterio que no comprende. Mank evoca un cine que se planificaba y se veía en pantallas cuadradas, pero ha sido “diseñada” para, llegado el caso, poder ser vista también en un celular, y eso se nota y la rebaja. No es una mala película, pero viajar tan atrás en el tiempo y tomar la piedra de toque de Welles como excusa para obtener un producto de “prestigio” que puede ser visto en una pantalla ancha, en un monitor de computadora o en un teléfono sin que la experiencia sensorial varíe se agota sin pena ni gloria como el mero paisaje de una posibilidad o un capricho de orden profundo, es decir, hacerlo simplemente “porque se puede”. El verdadero problema, en todo caso, es que el cine “de autor” contemporáneo ya no sea más que esto: colocar un contenido interesante en la fórmula patentada por otros. Y lo cierto es que a Fincher le bastaba con mirar hacia atrás y revisar su propia historia para hacerlo mejor, mucho mejor, porque Zodíaco (2007) ya era una gran película y apareció unos cuantos años antes de que Tarantino viniera a recordarnos que el cine se terminó. No “parecía” hecha en los años setenta, porque estaba pintada con la sustancia misma de los sueños y pesadillas de aquella época, y todavía dependía de nosotros soñarla o sufrirla en la oscuridad de una sala con butacas, rodeados de extraños.

1 Abr, 2021
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