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Por forma y contenido, que no se separan, este Elogio de la traducción debe hacerse en primer lugar a su propia traductora a la lengua castellana, Irene Agoff. El libro de la francesa Barbara Cassin, conocida por su lazo con la sofística, es el producto de una más de sus reflexiones sobre el lenguaje. Esta vez, la inspiración principal proviene de la experiencia del proyecto llamado Diccionario de los intraducibles, que se publicó en Francia bajo su coordinación hace quince años y viene siendo, al parecer, un éxito mundial, es decir, un éxito de traducción.
Los griegos imaginaron que su lengua era la única lengua de la razón e hicieron de sus no hablantes “los bárbaros”. Cassin, en la estela de Heidegger pero a regañadientes, saca la opuesta conclusión del “maestro de Alemania”: no somos directos herederos de los griegos, sino de los bárbaros y esclavos. Hacemos bla-bla-bla. Y es precisamente en la diversidad de nuestro modo de hablar donde ocurren la necesidad y el hecho de la traducción. A diferencia de los ideales universalistas, que por medio de una lengua originaria —¿el griego o el hebreo?— o por medio de una lengua perfecta —la lógica de Wilkins o el esperanto de los hombres de buena voluntad— resolvían la diversidad, Cassin nos recuerda que los enemigos del logos como razón unívoca pueden ser un modelo. Esto es, los sofistas. Para Gorgias, por ejemplo, la homonimia y la polivalencia son el lugar del pensamiento. El equívoco, siempre tan temido por la filosofía, no es entonces “una casualidad ni un defecto: es la implementación reflexiva de un recurso de la lengua”. Por eso, la traducción no se mantiene pegada a la línea de una frase, pronunciada o escrita, dice Cassin, sino que pertenece al “orden de la arborescencia”. La significación se multiplica, la frase crece en volumen, el referente se echa a andar por el mundo. Todo esto, que a la filosofía le causa temor, a Cassin le causa regocijo.
¿Pero qué ocurre entonces con la verdad, si toda significación es peregrina? ¿Caeremos en el mal del relativismo? Cassin afirma que un relativismo consecuente, consciente de sí, es la solución por atender a la evidencia de lo que, efectivamente, ocurre con las lenguas en nuestro mundo. Pero ante el temor de que esa multiplicidad sea tal que imposibilite no sólo la comprensión sino cualquier construcción de una verdad, Cassin vuelve a echar mano de los griegos y, con inspiración socrática, aboga por una verdad que sea “mejor para”, esto es, un “universal dedicado”. Su ejemplo es político, se trata de los no juicios en la experiencia sudafricana ante el fin del apartheid, y a nuestros ojos le hace perder pronto la misma fuerza que ha venido acumulando durante toda su argumentación.
Alegato contra el globish (global English), defensa de la educación plurilingüe y de las múltiples culturas que conviven —mal— en Europa, el libro muestra que todavía, a pesar del cierre del giro lingüístico, sobre nuestra concepción de las lenguas, su diversidad y la necesidad innegable de la traducción giran preguntas esenciales, antiguas, constitutivas. Que se mantienen desde siglos, a pesar de todo relativismo consecuente.
Barbara Cassin, Elogio de la traducción. Complicar el universal, traducción de Irene Agoff, El Cuenco de Plata, 2019, 192 págs.
Imagen: detalle de “Sin título (negro sobre blanco, blanco sobre negro)”, de Alighiero Boetti, tapiz (1989).
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