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En un clima editorial que favorece la auto(r)ficción, la literatura del yo, el mercadeo de la interioridad, la transparencia explicativa y el registro coloquial urbano, hiperactual y cibernético, Valeria Meiller publica un poemario escrito en tercera persona, rural, analógico, pausado y enigmático. Ante la densidad semántica y el léxico intrincado de su primera antología El recreo (2010), y con el antecedente de la prosa escueta de El mes raro (2014), la autora construye otro lenguaje: una poesía que privilegia la exactitud de palabra y que narra sin revelar demasiado, dando pistas en lugar de respuestas.
El libro de los caballitos es, en este sentido, un volumen extemporáneo y contemporáneo a la vez. Es un libro extemporáneo, dado que lo que acontece en sus textos, con ese olor a leña que sube en el borde de la noche, con las crines que flotan por el paisaje del amanecer hacia la espesura, podría ocurrir en la Argentina de hoy o de hace dos siglos. Es una publicación contemporánea, también, porque sus elecciones narrativas y formales configuran una orientación en el presente: una manera de posicionarse que, a través del anacronismo, se opone a las pretensiones institucionales y a las tendencias de mercado.
Los relatos incluidos en los poemas, generosos y agazapados, abundan en escenas familiares de gestos expresivos y pocas palabras, de desencuentros entre padres e hijos, del tacto a veces agresivo, a veces frágil, que define los vínculos entre humanos y animales. Estos vínculos, sugiere la voz poética, no son sólo precarios sino porosos: el vocabulario con el que se describe a los caballos es también, a menudo, el que caracteriza a los hombres, y viceversa. En “La tropilla”, por ejemplo, “el bosque trepa por la ropa de cama o cambia / el galope ingenuo de un sueño por otro”: los sueños de los niños tienen la cadencia de los trotes. “Los criadores de caballos”, en cambio, lejos de tratar la domesticación de los equinos, narra la desenvoltura de un animal que “avanza solo entre las matas / abre un arco de fuego / invoca los misterios de una lengua”. En este libro los humanos también pastan y los caballos también hablan. Hay una plasticidad léxica que discurre entre las especies, esfumando los límites que las delinean.
Esta plasticidad léxica acompaña una exploración de los tropos y de la métrica. El uso persistente pero sorpresivo del encabalgamiento —“La luna se mueve lenta pero el ruido / de los cascos cuando golpea está / perfectamente vivo”— mantiene a les lectores en un vilo constante, en un estado de alerta y de atención infrecuentes. Los versos libres pero contenidos, a distancia de la irregularidad iconoclasta de la neovanguardia; el desplazamiento de los corchetes y los asteriscos de los primeros libros hacia guiones y signos de interrogación; la ausencia de división estrófica; el coqueteo con la linealidad de la prosa y, en simultáneo, con la opacidad simbolista; la sugerencia de que tal vez esa turbidez no provenga de la literatura sino de la noche, de la noche bien cerrada en el campo; todas estas sutilezas tornan el libro difícil de clasificar.
Esta dificultad de clasificación signa la cualidad intrigante y sugerente de la poética de la autora. Meiller invita a repensar tanto las maneras de acercarnos al género (en varios sentidos del término), como el acompasamiento de nuestros hábitos de lectura, el peso y la entidad de las palabras y, además, la tradición literaria argentina. Porque en esas escenas de alambrado y maleza, de orillas y baldíos, de cuchillos y libros, de trotes y de muertes, se hilvana una reflexión, modesta pero incisiva, sobre una tradición que comienza en un matadero y con una violación.
Valeria Meiller, El libro de los caballitos, Caleta Olivia, 2020, 70 págs.
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