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Sea que ocurran en una ciudad o en el campo, hacia el interior de un personaje o en el espacio compartido entre varios, y admitiendo incluso aquel desvío algo extravagante hacia un “país insólito” hecho con dos islas y dos nombres, los cuentos que le dan cuerpo a Fosfato, libro ganador del tercer premio del concurso del Fondo Nacional de las Artes en 2018, parecen girar en torno a un núcleo imaginario, una llanura ficticia invadida por el monocultivo oleaginoso estrella del momento, cuyo perfil se dibuja aun cuando las referencias o los mapas no la mencionen. Ese indicio, que puede generar sobre el conjunto una vívida impresión de unidad, va corroborándose a medida que leemos cómo reaparecen Lizasoain, Liébana y la Cooperativa; cómo un tipo protagónico, un personaje a veces innominado y a veces Matías, parece ser el mismo; o cómo “Carcharodon pampeanus” y “Viridi abominatio” se despliegan como momentos de una conversación cuyo eje es un cuento falso y exagerado —o un cuento nada más— publicado en el diario local. Entre “la soja DJ425, los agroquímicos, los tractores con GPS” y una ciudad cubierta de humo —¿remedo de aquella Buenos Aires de 2008?— o irritada y ensordecida por el ruido de las cacerolas —¿ecos de las protestas por la 125?—, los relatos se suceden a la sombra de un distrito hipotético denominado “Campo Labrado”, que a veces es un recuerdo, a veces una huella en el ánimo o en el andar, o una energía poderosa que absorbe o irradia su influencia. Ojo: todos los cuentos son perfectamente autónomos y no se necesitan entre sí para dar una cabal idea, con imágenes de enorme impacto, de lo que una pérdida dolorosísima puede hacerles a las personas (“La pecera también es la mascota”); o para retratar cierta desazón o sonambulismo treintañero (“Nube amarilla” o el genial “Mujer cerdo”). Las agudas modulaciones que alcanza una voz narradora finísima y de mirada sagaz y colorida —“un rastro sangriento, unas gotas que empezaban a solidificarse, distribuidas sobre la piel como estrellas de una constelación extinguida”— se entreveran con otros tonos más prosaicos que, en primera persona, se tiñen de la idiosincrasia conjetural de un pueblo de la pampa sojera, de manera que cada relato balancea y engrana sus materiales según su propia sensibilidad narrativa y según su ritmo y movimiento.
Como si las sucesivas campañas de siembra de una sola especie vegetal y la aplicación indiscriminada de agroquímicos hubiesen erosionado, además del suelo pampeano, el valor y el uso de sus representaciones tradicionales, el ruralismo del libro también se adivina novedoso. Ni folclórico ni nostálgico, lo característico de la huella campera de Fosfato es que, frente a la ausencia de ciertas fantasmagorías consagradas, como luces malas o chanchas con cadenas, se alzan otras alucinaciones o realidades alteradas inspiradas por cosechadoras mastodónticas, reflectores que hacen día en la noche para no detener la faena o drones, como entelequias prodigiosas resultado de la tecnificación de los trabajos rurales. ¿Es “Campo Labrado” una especie de llanura ciborg, cuya nueva condición surge del híbrido entre la maquinaria de última generación para la explotación agropecuaria, la naturaleza y la percepción humana? Por lo pronto, al bucolismo patriótico y dorado de los ganados y las mieses, Fosfato le contrapone otro que puede comprimirse en chips informáticos, alterarse según fórmulas químicas o encandilar y consumirse en estallidos fosforescentes.
Manuel Crespo, Fosfato, La Parte Maldita, 2019, 142 págs.
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