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Supongamos por un momento —ejercicio que Gombrowicz sugería poner en práctica contra los poetas— que el libro de relatos Los veranos llevara en tapa el nombre de otro autor, uno que con él, con Los veranos, hiciera su entrada en el mundo de las publicaciones literarias. Dicho autor sería tildado de inmediato de realista, clasificación fácil de comprobar por poner en acción su libro, en general con solvencia y a veces con astucia, una buena parte de los procedimientos propios del género: el registro cercano a la oralidad (plano azuzado por la presencia dominante del yo); la cuestión de su pertinencia (recordemos que si hay algo que Gordon Lish eliminó de los originales carverianos fueron las vacilaciones del tipo “no sé si esto le importará alguna vez a alguien”) y la promesa epifánica que releva de toda obligación el punto anterior (si soportamos la lectura de lo insignificante es porque nos espera un momento de revelación, aquel “de pronto, todo fue claro para él”, clásico de Chéjov, y que en Los veranos aparece de manera profusa: “entendí de golpe”, se lee aquí, “sentí con claridad”, se dice allá). Incluso podríamos decir que los temas que dominan los cuentos tienen su ascendencia en la tradición, aunque bailen al son de estos tiempos: si bien el ámbito es el del ring familiar, ya no se trata de los problemas que trae aparejado ser padre de familia sino justamente los que vienen de la imposibilidad de convertirse en uno. De allí los temas que dominan el libro: el padre del yo como sombra pertinaz y el postergado abandono de la casa familiar. “Volverme adulto de una vez por todas”, como se dice en alguna parte.
Pero quien firma estos cuentos es Flavio Lo Presti, a quien muchos lectores ya conocen por su trabajo como reseñista y por sus columnas autobiográficas en La Voz del Interior. Este dato, el nombre, problematiza Los veranos, porque el paso desde el periodismo —aunque fuera desde un periodismo literario— a la “literatura” supone, más que un paso, un salto: ¿qué hacen estos cuentos en la producción de un escritor al cual el género le es de antemano ajeno o, en todo caso, por qué no recurrir al formato de la crónica del yo que tan buenos resultados le hubiera reportado en otras oportunidades? Se diría que a causa de la extensión: ninguno de estos cuentos cabe en una columna. Pero si es sólo cuestión de extensión, tampoco estamos hablando de un salto sino de un paso al costado, o bien de un falso rodeo para volver a lo mismo.
La pregunta entonces es otra: ¿qué cosa tiene el cuento que resiste a las herramientas de la crónica? Los veranos también tiene una respuesta a esta pregunta, cuya expresión elegante salta al comparar estos cuentos con las columnas de La Voz. Allá, en las columnas, el soporte anecdótico; acá, el arco dramático completo. Allá, el dato coyuntural que tiembla desde el tabloide y agita la columna; acá, el problema generacional que habla con sordina desde la época. Allá, el final como cierre conclusivo, inhumano; acá, el final como secuencia que sigue al clímax, la escena de tranquilidad posterior a la paliza. Todas estas soluciones dependen del rodeo de la literatura cuyo fin, entre otros, es eludir el tono confesional. Los veranos aparece entonces en la producción de Lo Presti como una nueva sofisticación del yo. Flavio Lo Presti parece haber escrito estos cuentos para alejarse de Flavio Lo Presti.
Flavio Lo Presti, Los veranos, 17 grises, 2018, 166 págs.
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