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La compositora, improvisadora y música electrónica Jaimie Branch empezó a tocar la trompeta a los nueve años. En 2005, después de graduarse en el conservatorio musical de Nueva Inglaterra, trabajó como instrumentista e ingeniera de sonido en Chicago, donde había nacido, y colaboró con experimentadores polifacéticos como Ken Vandermark, William Parker y la pasmosa saxofonista Matana Roberts. Después de tocar en Chicago y Nueva York con su trío Princess y con la banda de rock Block and Tackle, en 2012 cursó en Baltimore un máster en ejecución de jazz y en 2014 se estableció por unos años en Brooklyn. De vuelta en Chicago, en 2017, ya con un sonido propio que eriza la piel y una imaginación enigmática, grabó el primer disco a su nombre, Fly or Die. En ese álbum un tejido de batería y contrabajo galopante hasta el frenesí sostenía (por momentos a contrapelo del beat) el carácter de la trompeta; algo imprescindible porque la técnica expandida y la variedad de materiales de Branch le permitían derivar entre el gruñido, el ambient, Don Cherry, los sobreagudos líricos, la diana marcial, el groove y el resuello. Si agregamos los eventuales remansos de guitarra acústica, con un fogoso violonchelo a modo de cama elástica, el conjunto, dijo un crítico, sonaba como una jam session del Art Ensemble de Chicago en un club de bandas punk (simpatizantes del hiphop, agregaría yo) —para satisfacción de Jaimie, que, con todos sus kilos de más, solía presentarse en jogging y gorra de béisbol—. En 2019 apareció Fly or Die II. En 2021, Fly or Die Live: es la grabación de un concierto en el Moods de Zúrich, poco antes de que el club tuviera que cerrar por la pandemia, y una suerte de compendio de los dos discos anteriores tocado con la intensidad del vivo. Los suaves saltitos y las capas de altura de la larga introducción de Chad Taylor en mbira parecen evocar las Birds of Paradise del título del primer tema —y la pérdida de todo paraíso—. Sólo a los tres minutos asoma la trompeta, cálida y plena, con una reverberación sigilosa que podría sorprender si en las piezas siguientes Branch no lanzara también las brillantes, agilísimas descargas que la distinguen. Así en “Prayer for Amerikkka, Parts 1&2”, el tema fundamental del concierto y quizá de los tres discos. En ese blues rabioso, meditabundos ligados crecen en impaciencia hacia raudos picados que a su vez dan paso a la voz. Parte masculladas spoken words, parte jadeo melódico, Branch enronquece, se exalta, musita, descarga cólera y, más que una plegaria, clama advertencias sobre el mundo en general y nuestro tiempo: “Esta es una canción sobre América, pero es sobre un montón de lugares; porque no sólo en América la cosa se jodió…”. Cuando retoma la trompeta, los riffs van de francas melodías bluseras a improvisaciones sobre armonías modales (con su aura litúrgica) que sirven de puente a inesperados motivos reminiscentes de los Sketches of Spain de Miles Davis. Hay una enconada impureza en toda la oración, muy al estilo de Branch y muy pertinente: porque si “Prayer for Amerikka…” es sobre todo un comentario musical sobre Estados Unidos bajo Trump, ¿cómo tocarlo con un sonido limpio o de belleza consabida? No sólo por esto, a la crítica le cuesta clasificar las composiciones de Branch, y en especial su sonido: a veces es demorado, una trama laxa de tonos largos, a veces rápido, conciso y brillante, a veces plácido y juguetón hasta en las disonancias; otras, muchas, es urgente, furioso hasta el gallo; siempre cautivante. Y puesto al día: porque si bien se siente discípula de Coltrane o de Albert Ayler, por nombrar a dos, Branch se ha empeñado en encontrar una voz propia y formular un lenguaje. Lo consiguió, sin duda, y más en el marco de su banda (que se llama igual que los tres discos). Chad Taylor es un baterista de un vigor y una ductilidad inagotables; Jason Ajemian pasa casi naturalmente de pulsar las cuerdas del contrabajo a extraerles con el arco una gravedad polisémica o a agitar los egg shakers; el chelista Lester St. Louis puede oscilar entre el rasgueo idílico y el desorden; todos cantan cuando hace falta o Branch está ocupada con el vibralap. En conjunto, dan a este álbum una variedad de colores cargada de suspenso, un estado de alerta que lleva a preguntarse cómo seguirá cada tema, cómo será el siguiente, y a la continuidad reparadora de escuchar lo que uno no sabía que estaba deseando. Sobre ese tejido las melodías de Branch alzan vuelo, sea en temas contemplativos como “Waltzer”, en los más tensos como “Leaves of Glass” o en los chuscos como “Nuevo roquero estéreo”. El set termina con tres piezas de unos siete minutos: Branch cumple la advertencia de que no son una banda tranquila, se da el lujo de desafinar un poquito, la sala se agita y el público corea el final de “Love Song”. Duele que algo así no vaya a repetirse: a finales de agosto pasado Jaimie Branch murió. Tenía treinta y nueve años. Fue una de las trompetistas más dinámicas de la música contemporánea, y desde el primer disco forjó un vínculo sensible, estético y espiritual con los que la escuchamos aun en disco. Dicen que llenaba las salas no sólo de su sonido sino de la fuerza de su presencia. El mismo magnetismo tenía fuera del escenario. Los amigos la llamaban Breezy (alegre, despreocupada); a ella le gustaba que escribieran su nombre y los títulos de sus canciones sin mayúsculas. Su música está en el aire.
Jaimie Branch, Fly or Die Live, Jaimie Branch: trompeta, voz, vibraslap; Lester St. Louis: chelo, voz, crótalos; Jason Ajemian: contrabajo, voz, egg shakers; Chad Taylor: batería, voz, mbira; International Anthem, 2022.
Esta reseña se publicó originalmente el 24/11/2022.
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