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MÚSICA

La música electroacústica tiene un desigual recorrido de más de setenta años y se remonta a los primeros escarceos en el Nordwestdeutscher Rundfunk de Colonia y el Groupe de Recherches Musicales (GRM) de París. Dos ciudades, dos modos de construir una gramática que luego se diseminó por la Europa y los Estados Unidos analógicos. La cinta se “cortaba”. El proceso de amalgama y elaboración de una obra era largo y tedioso, ya sea para una obra “pura”, es decir, confeccionada en el estudio y sometida a un único modo de escucha (a través de los sistemas de reproducción), o para aquella que permitía la interacción entre la cinta grabada y el intérprete. Los doce Sincronismos de Mario Davidovsky, un argentino radicado en Estados Unidos en los sesenta y fallecido en 2019 a los ochenta y cinco años, se constituyeron en un repertorio tan canónico como fechado. La computadora personal modificó de manera radical el paradigma compositivo de la primera y segunda generación de posguerra. Entre uno y otro soporte se fue creando un repertorio más vasto. La obra con procesamiento en tiempo real de los materiales añadió otra veta de exploración. El rock supo apropiarse tempranamente de los hallazgos técnicos que provenían de la academia. Pensemos en “Tomorrow Never Knows”, de Los Beatles, donde reverbera la música concreta del GRM. El espectralista Tristan Murail llegó a decir que esa corriente que modificó el mapa musical francés a mediados de los setenta, dominado entonces por Pierre Boulez, le debía más a Pink Floyd que a Karlheinz Stockhausen. Quizá se trataba de un ajuste de cuentas. Una boutade que buscaba construir otra genealogía. Lo cierto es que, con el correr del tiempo, la electroacústica académica y cierto rock se fueron fertilizando mutuamente al punto de compartir, si se quiere, un modo de escucha que encontraba en el auricular un soporte común.

La música mixta ha forjado en la Argentina recorridos propios. Basta armar una serie con los nombres de Julio Viera y Carmelo Saitta, seguir por Jorge Sad hasta Diego Tedesco o poner la oreja en las nuevas generaciones, ente ellos Lucas Fagin, o los que han encontrado su reconocimiento en el exterior, Luis Naón, por ejemplo (la enumeración es arbitraria en un aspecto: no busca establecer jerarquías, apenas dar cuentas de la variedad). Algunos de estos meandros estilísticos convergen en Mixta, el disco que el guitarrista colombiano Ricardo Cuadros Padilla ha editado con el patrocinio del Centro Mexicano para la Música y las Artes Sonoras. Las seis obras incluidas dialogan con diferentes maneras de entender el procesamiento de los materiales electroacústicos y las tradiciones.

En Mixta, Cuadros Pradilla se vale tanto de la guitarra clásica como de la eléctrica. “Retrospecto”, la pieza inicial de Jorge Diego Vázquez, comienza con una serie de ataques y gestos de los que se desprenden y derivan texturas que se asimilan y separan del instrumento. A medida que la obra avanza, se acerca a un rasgueo conclusivo y sorprendente porque remite al chamamé. “Un día de junio”, de Javier Marcó, pone en colisión un registro más codificado de la guitarra con inscripciones electroacústicas. “Topología del silencio”, de Ariel González Losada, tensa por su parte la identidad del instrumento, recurriendo a diversas acciones de excitación de las cuerdas. A partir de una nota pulsada, el golpe de la caja o un armónico, el instrumento se rencuentra brevemente con su propio linaje. La electrónica le aporta densidad.

El mundo que propone Valentín Pelisch en “Landia” deriva de la guitarra eléctrica procesada en tiempo real. Se trata de una versión “reducida” de una pieza de mayor aliento que formó parte de la muestra Sin valor legal que Gala Berger presentó cinco años atrás en la galería Big Sur. La jibarización no redujo su valor. Pelisch recurre en principio a sonidos “menos nobles” del instrumento: la interferencia, el ruido, el acople, combinados con el uso del e-bow (un dispositivo de mano que permite trabajar con las cuerdas sin recurrir a los dedos o una púa) y el patch de un programa que mueve el sonido y le cambia la altura microtonalmente. La elementalidad del material es engañosa: hay algo perturbador y a la vez cautivante en ese estatismo que envuelve el espacio.

Mesías Maiguashca es una referencia de la música latinoamericana. Nacido en Ecuador, formó parte en los años sesenta del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM) que orbitó en el Instituto Di Tella bajo la dirección de Alberto Ginastera. Más tarde trabajó con Stockhausen en la Hochschule für Musik de Colonia. Su “Poema XXI”, escrito especialmente para Cuadros Pradilla, con quien trabajó codo a codo, parte de una curiosa condición de lector, la de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. Maiguashca reconoce que su educación sentimental estuvo acompañada de ese poemario. “Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos / Ah más allá de todo. Ah más allá de todo / Es la hora de partir. Oh abandonado”. Así termina  la “canción desesperada” de Neruda. El compositor decidió escribir en el tiempo el número siguiente. Lo que esculpe prescinde de la palabra. Es un poema imaginario que extrae su sintaxis de la guitarra eléctrica y constituye uno de los momentos más altos de un disco de generosa amplitud estética y que se cierra con “Dolor en Mí”, de Rodrigo Sigal Sefchovich, donde jirones de dolorosa oralidad reponen significados a los que la música abstracta suele rehuir.

 

Ricardo Cuadros Pradilla, Mixta (Obras para guitarra y electrónica), Centro Mexicano para la Música y las Artes Sonoras, 2021.

24 Feb, 2022
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