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En sus clases de escritura creativa en la Universidad de Iowa, Vivian Gornick les decía a sus alumnos que los sentimientos no son un tema para escribir y que los eventos de la vida son apenas la materia prima para intentar hacerlo. Ella misma sigue esas dos reglas esenciales en Apegos feroces. Una hija adulta relata las caminatas en compañía de su madre por Manhattan. La madre es una inmigrante judía de izquierda; la hija, una intelectual profundamente neoyorquina (no como gentilicio, sino como modo de ver el mundo). La ciudad está tan presente que es casi un tercer personaje. El cuarto es Nettie, una vecina de la infancia de la narradora en el Bronx, que será el otro polo de su educación. El polo opuesto a la madre. Opuestos complementarios, como el amor sexual y el romántico que cada una encarna.
En una entrevista, la autora —periodista y ensayista de vasta trayectoria y una de las voces centrales de las reivindicaciones de género en los años setenta, durante la segunda ola feminista— contó cómo surgió la estructura de estas memorias. Dispuesta a relatar la relación con su madre, escribió unas páginas y no pudo seguir. Las cuestiones sin resolver eran un escollo insalvable. Hasta que decidió narrar los paseos que hacían justamente para intentar resolver lo irresuelto. Una vez terminado el libro, Gornick reveló que su madre firmaba ejemplares como si fuera la autora. “No lo habrías escrito sin mí”, era la explicación.
Si uno de los requisitos imprescindibles de la autobiografía es la honestidad, Gornick lo cumple. No para brindar información, sino para que podamos ver a través de la información que brinda. Si bien se trata de una obra extensa, podemos aplicar a Apegos feroces la teoría del iceberg de Hemingway sobre el cuento: hay mucho más sumergido que a la vista. Los personajes recuerdan, pasean, conversan, pero es otra cosa lo que en realidad está ocurriendo. La madre dice que necesita tomar algo. La hija piensa que la madre “vive sus deseos como una necesidad”.
Las dos mujeres que pasean no son flâneurs en el sentido baudelaireano del término: su mirada no se posa tanto en lo que el mundo les ofrece como en lo que ocurre en ese pequeño espacio íntimo que ellas dos crean. Al caminar, recorren distintas capas de su relación, desde la confrontación de paradigmas hasta el reclamo explícito u oculto del amor que cada una cree que la otra le debe. Todo esto atravesado por una visión feminista (Gornick es lo que los estadounidenses llaman una feminista radical) elegante y no panfletaria, evidente, por ejemplo, en los sueños de su madre para la hija mujer —casarse y llegar a ser maestra para eventualmente poder mantenerse en caso de viudez o divorcio— y los de la hija, que aspira a vivir en el barrio de los intelectuales, disfrutar del sexo y de la vida.
La traducción de Daniel Ramos Sánchez tiene la cualidad a la que toda traducción debería aspirar: la invisibilidad. El libro fue publicado en 1986 y traducido al español en 2017, de la mano de la editorial mexicana Sexto Piso. Ese mismo año fue elegido Libro del Año por la Asociación de Libreros de Madrid, y en marzo de 2019 fue presentado oficialmente en la Argentina.
En Apegos feroces no hay misterios ni nudos a desenlazar, sino la mirada ácida e incomparable de Gornick sobre su clase, su generación, la ciudad que ama, su persona y la de su madre, una historia que cubre y descubre el drama que subyace. Tal vez el más universal de todos los dramas.
Vivian Gornick, Apegos feroces, traducción de Daniel Ramos Sánchez, Sexto Piso, 2017, 200 págs.
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