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Uno de los motivos por los que la obra de D.H. Lawrence parece lacrada con el sello de lo vetusto quizás sea que su programa estético y en definitiva moral acabó por consumarse, si no con él, con quienes vinieron detrás y prolongaron su estela. En breves y palpitantes ensayos —y a la par, en sus dilatadas novelas—, el autor de La serpiente emplumada procuró forjar una literatura que diera cauce a supuestos sentimientos reales en detrimento de las mascaradas del pudor y la hipocresía decimonónica. “Si no podemos oír los gritos en nuestros bosques de venas oscuras”, apuntó Lawrence, “podemos buscar en las novelas reales, y allí escuchar”. Hay quien lo acusa de haber hecho caso omiso de las innovaciones formales de su época y de haber insistido en una senda pastoral sólo aderezada por la exhibición del doble fondo de la existencia. Pero su ideal de una novela orgánica, pletórica de vida, parece desmentir las fáciles estocadas. Otorgar a la literatura lo que la realidad no se permitía era su credo. Por eso el crítico Frank Kermode sostuvo que buscaba menos representar la vida que promulgarla. No obstante, a esta imagen de un Lawrence interesado sólo en el nivel de los contenidos hay que contrastarla con la de aquel que rechazaba como atributos inherentes de la novela las concepciones de desarrollo y de inmutabilidad del personaje. De esta manera, se obtiene una visión acaso más compleja y más ceñida sobre una obra que sentó su designio, si bien dubitativamente, desde el comienzo.
En 1911, luego de apasionados tanteos, Lawrence publica El pavo real blanco, una primera novela que extrañamente permanecía inédita en castellano. Esta omisión probablemente haya que achacársela a cierto desliz en la configuración de la voz narrativa: una primera persona que abarca más de lo que debería. En una primera versión, Cyril ocupaba el rol protagónico que en la versión definitiva se desplaza a un lugar periférico, de observador discreto (ese mismo que, años más tarde y con mayor soltura, ocuparía el Nick Carraway de Fitzgerald). En el pasaje entre versiones, algo parece haberse perdido y otro tanto haber quedado a medio camino. En novelas posteriores, Lawrence lograría aceitar los vasos comunicantes entre el narrador y la ubicuidad del punto de vista, que acá se muestran más bien como tentativa de principiante. No obstante, cualquier escritor actual daría un brazo por escribir una novela así.
La escritura de Lawrence —profusa y exuberante en la captación extática del paisaje, reconcentrada en los gestos en la intimidad puertas adentro— apela a una serie de dicotomías más o menos tópicas (campo-ciudad, femenino-masculino, naturaleza-cultura, etcétera) en su intento de dar forma a una relación amorosa que sigue el ciclo de las estaciones. Cyril, precisamente, es el pivote donde se encuentran ambos mundos, encarnados por Lettie Beardsall (su hermana mayor) y George Saxton (el compañero de andanzas). Ella es inteligente, caprichosa y vivaz; él, un vigoroso, rústico campesino, que deberá batirse en el cortejo de la joven contra un atildado y pudiente contrincante. Si algo destaca en los personajes femeninos de Lawrence es la negativa a cumplir su papel a mano alzada; sus personalidades, a contrapelo de la caracterización de la época, suelen ser más complejas que un rubor de mejillas y las labores de turno.
A medida que se suceden las miradas involuntariamente cómplices, los diálogos contrapuntísticos sobre arte y los paseos por el poblado de Nethermere, crece a su vez la costura simbólica de la novela, donde las manzanas acompasan los vaivenes del tejido amoroso, resaltando así el idilio bucólico en una clara determinación por un tipo de vida que se supone más verdadera. Lawrence es preciso para captar el instante en que el ardor del cuerpo rebasa las cavilaciones del deseo, pero además es pródigo en evitar cualquier satisfacción más o menos duradera. En definitiva, uno de los temas de El pavo real blanco es el amor no correspondido. Con mayor o menor atención, trata de tres relaciones insatisfactorias, tres parejas separadas de distintos tipos de infelicidad. Y alzándose entre las sombras, como en anamorfosis, toma relieve la figura de Cyril, cuyas veleidades de artista irán forjando su sigiloso carácter y su sino de “verdadero realista”, aquel que “vuelve hermoso lo más cotidiano, ve el misterio y la magnificencia que nos envuelve aun cuando realizamos el trabajo más sencillo”.
Ciertos episodios no resueltos y la ambición desmedida por querer abarcar la totalidad de los resortes de la novela pueden contrapesar la consideración final. Lawrence no tenía reparos, era el precio a pagar por escribir algo vivo.
D.H. Lawrence, El pavo real blanco, traducción de Patricia Scott, Adriana Hidalgo, 2022, 528 págs.
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