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Cuentan las crónicas que, para traerles suerte, proporcionarles abundancia y asegurarles descendencia a los dueños, los albañiles del castillo de Cejthe emparedaron viva a la primera joven que pasaba por ahí. Erzsébet Báthory, la condesa sangrienta, poseía muchos otros castillos, más de dieciséis, pero Cejthe, que reposaba sobre ese frágil esqueleto, fue siempre su preferido. Le gustaba ese castillo emplazado en territorio neutral, en la frontera austro-húngara, porque sus muros ahogaban cualquier ruido.
Eran tiempos salvajes en el país más salvaje de la Europa feudal, donde niños y vírgenes desaparecían sin que nadie se esforzara en buscarlos. Erzsébet no huía de los demonios, los demonios los llevaba adentro.
Valentin Penrose (1898-1978) reconstruye el árbol genealógico de Erzsébet Báthory, con su linaje de antepasados clérigos y reyes de Transilvania. Todos crueles. A la condesa le tocó vivir el anhelo de sangre, la cercanía con una Transilvania donde moran los vampiros, con una leyenda distinta, al menos, por aldea o castillo. Sin embargo, su tradición no parece ser la del vampiro, sino la del lobo. El blasón familiar traía tres dientes de lobo salvaje y un dragón que se mordía la cola, cerrando el círculo. Arriba, a la derecha, la luna en cuarto creciente.
Los caminos que conducían al castillo de Cejthe estaban circundados por árboles retorcidos en formas grotescas, llenos de recodos salvajes y melancólicos. Dice Penrose, entre escenas desalmadas de torturas y castigos que acababan con la muerte: “La melancolía fue el mal, la atmósfera misma del siglo XVI; Erzsébet la respiraba mezclada con el resto de la barbarie carolingia de la Hungría de la época”.
Hay una obra clásica que estudia la noción de melancolía y su evolución histórica durante la Antigüedad y la Edad Media: Saturno y la melancolía, de Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl. Es un voluminoso estudio de más de mil quinientas páginas sobre filosofía, literatura, medicina, astrología y arte que, si bien no le dedica un solo párrafo a la condesa, brinda pistas para entender sus procesos interiores. Melancolía y aburrimiento fue la combinación que padeció la condesa. Es peligroso aburrirse en un tiempo en que el poder es sinónimo de poder absoluto.
Hasta el final Erzsébet creyó que sus crímenes, cometidos en nombre del placer, eran lícitos. Mató a seiscientas cincuenta mujeres. Importa menos la fría estadística que la belleza convulsa. Porque hay belleza en lo atroz, cuando el cronista es también poeta. Valentin Penrose fue poeta, admirada por Breton y Éluard. Este libro debería alertarnos sobre el lugar de privilegio que le corresponde dentro del movimiento surrealista, y que injustamente no ocupa.
Sentimos el impacto de la belleza cuando leemos que la condesa debía echar ceniza alrededor de la cama, “pues los charcos de sangre eran tan grandes que no podía cruzarlos para ir a acostarse”. O cuando se nos habla de su preocupación por montar una sala de tortura adecuada. Debía ser recóndita, para que los gritos quedasen sofocados. A la condesa le bastaba recorrer salas y sótanos para descubrir enseguida los más propicios, “igual que un pájaro encuentra exactamente el lugar de su nido”.
Al comienzo Erzsébet Báthory se escudaba en la necesidad de castigar alguna falta cometida por sus víctimas. Después, la sangre de otras mujeres se le presentó como un medio para eternizar su sombría perfección y protegerse de la vejez. Pronto ya no necesitó ninguna de esas máscaras. La sangre vertida lo era sólo en virtud de la sangre, y la muerte dada sólo en virtud de la muerte.
Quizás fue Alejandra Pizarnik la primera de nosotros en notar la belleza de la semblanza que traza Penrose. Pizarnik vio en este libro un vasto y hermoso poema en prosa. La condesa sangrienta es un libro de una belleza turbadora, que cerramos, por fin, todavía temblando.
Valentin Penrose,La condesa sangrienta, traducción de María Teresa Gallego Urrutia y María Isabel Reverte, Interzona, 2019, 256 págs.
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