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Una puerta habitual al universo Saki es el perturbador “Sredni Vashtar”. Un cuento a lo Poe, donde lo no dicho es lo más inquietante, como esas “oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas” de la inasible criatura oculta en un cobertizo abandonado. Después, un cuento como “El buey cebado” devela un Saki que, en palabras de Graham Greene, es “el mayor humorista inglés del siglo XX”. O también está “El cuentista”, donde se ilustra la diferencia entre un soltero que sabe cómo improvisar una buena historia para cautivar a los niños y una tía agria que aburre con puras moralejas.
Pero este acérrimo cuentista también escribió teatro y novelas. En modo novelista, el Saki que conocemos se pone serio, está enojado. Plantea una ucronía posvictoriana en la que Inglaterra ha sido vencida por Alemania. Nos guía desde el asombro de Murrey Yeovil, un bon vivant que ha pasado meses de cacería en la incomunicada Siberia y a su regreso ve los uniformes prusianos marchar alegremente por Westminster. Y Saki, por boca de Yeovil, culpa de todo a la ausencia del servicio militar obligatorio y a un ablandamiento progresivo que ha convertido al viejo imperio en una nación de comerciantes apátridas. Se ríe de aquellos que claman: “Es imposible una guerra entre dos naciones tan civilizadas e iluminadas”. Podemos anotar al margen: la última guerra del siglo XX entre países occidentales fue justamente entre Inglaterra y la Argentina.
Pero hasta ahí llega el dedo en alto. Saki pronto se distrae con los despreocupados ricos de Londres. Ese contraste lo personifica Cicely, la independiente y decidida esposa de Yeovil, que minimiza la calamidad, organiza galas, seduce a jóvenes promesas, está atenta a la flaca escena artística local y se interesa por la dinastía de los Hohenzollern. “Si el corazón de Cicely era efectivamente como un pájaro cantor, era de una especie que sabía llamarse a silencio con frecuencia”.
A la luz de los cien años que nos separan de esta ucronía, las lecturas se multiplican en bifurcaciones que Saki no pudo prever. Sumemos dos grandes guerras y el Brexit por ahora inconcluso. La llegada del emperador es una vívida postal de los últimos coletazos de la sociedad victoriana y llama la atención con algún apunte moderno, como cuando se dice del matrimonio: “tenían cuentas bancarias adecuadamente separadas, lo cual constituía si no la llave del paraíso matrimonial, cuanto menos el aceite que lubricaba su cerradura”. En otro pasaje se comenta someramente la cantidad de judíos en Londres, pero se destaca su lealtad a la Corona. Más adelante una condesa preocupada asegura que la digestión tiene mucho que ver con el socialismo: “En la familia de mi marido, por ejemplo, su generación fueron todas personas de excelente digestión, y no hubo un solo caso de socialismo o suicidio en ella”.
Perdido en los vientos de cambio, Yeovil no logra hacer pie, deambula por la campiña. En su viaje interior desprecia a los jóvenes que desconocerán los duros campos de batalla, duda entre honrar su patriotismo o recluirse en la simple dignidad del trabajo rural.
Saki publicó esta novela en 1914, justo antes de la Primera Guerra Mundial. Los lectores del mundo hubiésemos preferido que el autor siguiera los pasos dubitativos de Yeovil. Lo imaginamos retirado en un jardín de invierno en la periferia de Londres, con su humor ácido madurado por la vejez. Pero esa ucronía no nos fue dada. Fiel a sus convicciones, las serias convicciones que se entrelazan en La llegada del emperador, Hector Hugh Munro —tal era su nombre real— se enroló como voluntario y un día de noviembre de 1916 cayó abatido en las trincheras de Beaumont Hamel.
Saki, La llegada del emperador, traducción de Pablo Bagnato, ilustraciones de Marcelo Gonella, Miércoles 14 Ediciones, 2018, 168 págs.
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